Opinión

QUINTAESENCIA

QUINTAESENCIA

Rafael Ciprián

Cultura constitucional

 

En la República Dominicana no existe una cultura constitucional. Lamentablemente, nunca la hemos tenido. En nuestro aciago devenir histórico, desde que se creó el Estado con la Carta Magna del 1844, la de San Cristóbal, hasta hoy, la Constitución no ha pasado de ser un preservativo, un triste condón que se usa cuando se necesita y luego se tira con desprecio al zafacón.

Las causas que nos han privado de una verdadera cultura constitucional no son fáciles de comprender. Sobre todo si recordamos las cuarenta revisiones o reformas o modificaciones, como se les quiera calificar, al Pacto Fundamental. Y hasta libramos una guerra, en el Abril eterno del 1965.

Luego se convirtió en gesta patriótica con la infame intervención militar norteamericana de los cuarenta y dos mil marines. Imposibilitó la vuelta a la constitucionalidad pura y simple, con el retorno al poder del profesor Juan Bosch, y sin elecciones. Sin esa odiosa intromisión del coloso del Norte, pudimos haber iniciado la ruta de una cultura constitucional. Pero esa esperanza murió en ciernes. Solo quedaron la sangre “corriendo por las calles” y la frustración histórica. Como sociedad, aun no hemos superado ese trauma.

Resulta fácil afirmar que el inmenso número de cambios en la Ley Sustantiva es una prueba de que contamos con una práctica que nos dota de la cultura constitucional. Ese criterio representa un error conceptual muy grave. Es tomar el rábano por las hojas.

Precisamente, es lo contrario. La forma olímpica con que mudamos de Constitución prueba que los factores reales de poder de nuestro país no tienen en alta estima su Norma Suprema. Por eso permiten que cada grupo de políticos que llega a controlar el aparato público se haga a su medida un orden jurídico fundamental. Y lo toleran porque solo se preocupan por asegurar los intereses creados, con sus privilegios irritantes.

Cuando en una sociedad se desarrolla una cultura constitucional, todos los entes de poder, ya sean sociales, económicos, políticos, militares, jurídicos, etc., respetan y hacen respetar la Normativa Suprema. Cada modificación tendrá que ajustarse a necesidades nacionales y no a conveniencias coyunturales espurias.

La vigencia de una cultura constitucional implica que en el país se viva en Constitución. Más todavía, que los colectivos sociales estén empoderados de los valores, principios y normas sustantivas. Los cuidarían como la niña de sus ojos.

Tenemos en la actualidad buenos maestros constitucionalistas, como Eduardo Jorge Prats, Flavio Darío Espinal, Cristóbal Rodríguez, para solo mencionar a tres de los más activos, que han sabido seguir el ejemplo de sus más nobles predecesores, como Juan Pablo Duarte, Hostos, Manuel Amiama, Pellerano Gómez, entre otros. Y un grupo con maestrías y doctorados en la materia. Pero esa calidad no se ha tornado en cantidad para producir el salto dialéctico a la cultura constitucional que necesitamos, para bien de todos.

El Nacional

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