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Rechazo todas las formas de violencia

Rechazo todas las formas de violencia

A muy pocos jóvenes dominicanos de hoy les dice algo el nombre de Félix Amado Gómez, aun a algunos amantes del deporte.
Esos nombres y ese apellido albergaron a una gloria del boxeo que puso en alto el deporte dominicano.

Combatiendo con el sobrenombre Kid Dinamita ingresó al ranking mundial de los pesos welter en el rudo deporte de los coliflores y las narices chatas.

Andaba yo por los trece años de edad cuando hizo su aparición por mi barrio capitaleño San Miguel aquel púgil juvenil, portando un ejemplar de la Santa Biblia.
Como era de esperar, al enterarnos de quien se trataba, niños, jóvenes y adultos lo rodeamos prodigándole palabras y gestos de admiración.

Dando muestras de acentuada timidez, visiblemente turbado, el boxeador depositó el rubor a su rostro de mestizo.

La mayoría de los adultos se marcharon minutos después, pero buena parte de los adolescentes y de los niños le pusimos conversación.

Así nos enteramos que el apuesto deportista estaba interesado en una hermosa jovencita que residía en una casa situada al lado de la mía.

Desde aquel día y durante más o menos una semana, Dinamita le hizo esquina a la muchacha, pero frente a la indiferencia de la doncella, abandonó la esquina y el contacto con el poste de luz.

Poco después, en el Madison Square Garden de Chicago, y tras ser noqueado por el púgil norteamericano Bobby Mcquilar, moría con apenas 21 años de edad el boxeador cristiano criollo.

La dramática foto del pretendiente de mi vecina yaciendo boca arriba sobre el cuadrilátero, me alejó de mi afición al boxeo hasta el día de hoy.
Kid Dinamita fue el segundo boxeador criollo que peleó en el Madison Square Garden, muriendo allí el día 29 de septiembre de 1948.

Su exaltación en el año 1967 al Pabellón de la Fama del Deporte Dominicano me produjo carga de satisfacción teñida de triste añoranza.

Por mi querido barrio San Miguel vivieron dos criadores de gallos de pelea, los cuales acostumbraban “topar” sus ejemplares con otros para fines de entrenamiento.
Aquellas prácticas de peleas me llevaban al contemplarlas a dar saltos de entusiasmo en mi niñez.

Pero en una ocasión ambos galleros barriales pusieron a dos de sus fajadores de picos y espuelas a combatir de verdad, de lo cual fui testigo.

Uno de los gallos, desde el inicio de la pelea mostró mayor agresividad y destreza que su rival, al cual castigó con implacable crueldad.

Quedé sorprendido del valor mostrado por el gallo que llevaba la peor parte, que no emprendió la huida pese a la sangre que cubría gran parte de su cuerpo.
El sangriento espectáculo provocó que me invadiera una irreprimible compasión por el gallo colocado al borde de la muerte, y abandoné el escenario de la improvisada gallera.

Horas más tarde el propietario del ejemplar perdedor me dijo que el gallo es de los pocos animales que pelea hasta la muerte.

La combatividad de estas aves se manifiesta en que dos de ellos no pueden convivir en un gallinero, y que cuando alguno ve su imagen reflejada en un espejo le entra a espuelazos.

En mi adolescencia, al ver en el cine alguna escena de corridas de toros, experimentaba gran admiración por los gladiadores que enfrentaban con sus hermosos trajes de luces a estos fieros cuadrúpedos.

Incluso recuerdo haberle dicho a mis padres que deseaba que se estableciera en el país este espectáculo, al cual consideré que me aficionaría de manera entusiasta.
Pero cuando me fui enterando de la muerte de toreros, corneados por sus involuntarios adversarios, y contemplando en la televisión la crueldad con que se mataba al toro, desistí de presenciar el bárbaro espectáculo.

A tal grado llega esta aversión, que en uno de mis viajes a España con mi esposa Ivelisse, rechacé un par de entradas a una corrida que nos ofreció un amigo residente en aquella nación.

En el país está tomando auge la afición al futbol, pero no me agrada el deporte por las lesiones que sufren sus jugadores, que con frecuencia mueren jóvenes por el exceso del esfuerzo al que los somete su práctica.

Lo aquí expuesto se debe a que si fui enemigo de toda forma de violencia desde joven, con ochenta y tres años resulta lógico que supere en ese sentido al mismísimo San Francisco de Asís.

El Nacional

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