(1 de 3)
Fue un miércoles, 27 de junio de 1947, que vi llegar varias guaguas y camiones repletos de personas y enseres hogareños hasta el frente de mi casa, en la avenida Constitución de San Cristóbal. Vivía entonces frente a la escuela pública Juan Pablo Pina, donde precisamente se estacionaron los vehículos. De las guaguas descendieron personas de ambos sexos e introducidas a la escuela, que en esa fecha estaba cerrada debido a las vacaciones escolares.
En esa fecha tenía seis años y no entendí esa primera llegada de personas de piel clara a San Cristóbal, ni tampoco las que se produjeron uno o dos años después, con el arribo a la llamada Ciudad Benemérita de húngaros, italianos y alemanes.
Pero, ¿cómo lo iba a entender aquello; cómo iba a comprender a esa edad de qué se trataba un movimiento migratorio que obedecía a una estrategia dictatorial para profundizar el mestizaje racial dominicano? Sin embargo, esto lo llegué a vislumbrar plenamente treinta y siete años después, en 1984, cuando tratando de indagar a los artífices de aquel movimiento socio-antropológico, ideé escribir una novela en donde alguna de sus capas tocara, de alguna manera, la migración de cibaeños a San Cristóbal.
Hubiese podido pormenorizar en la novela que Trujillo -como hizo Stalin con las migraciones forzosas de eslavos a los países bálticos, o como Mussolini tratando de italianizar a Libia- que aquella estrategia emanara desde su intelecto; pero razoné que nadie lo asimilaría y sí lo haría si tal estrategia partiera de alguno de los intelectuales que le asesoraban, ya que era así como la dictadura marchaba, a ritmo de asesorías.
La novela que escribía, El personero, relata -a partir de 1944- el encuentro en la Casa de Caoba (la residencia campestre de Trujillo), de Alberto Monegal, asesor cultural del dictador, con Marta, quien había sido ofrecida recientemente a Trujillo por su padre y que, al conocer a Monegal, se enamora de él y se convierte en su amante.
Entusiasmado con mi novela, pero todavía fascinado por los cibaeños que vi llegar frente a mi casa en 1947, decidí anexar al texto -como una capa histórica- esa oleada humana extraída del Cibao para aposentarla en la que también fue llamada Provincia Benemérita.
En uno de los capítulos de El Personero (el XVI), relato como si hubiese sido Monegal -el sujeto problemático del texto- la importancia de las inter-migraciones con fines raciales para Monegal. Al texto hubiese podido añadirle las otras capas que transformaron la cultura nacional en los años cuarenta, y fueron responsables de dinámicos cambios en nuestros lenguajes estéticos.
Esos diez años, de 1940 a 1950, revolucionaron la pintura, la música, el ballet, inclusive el teatro; y de alguna manera tocaron de alguna manera nuestra literatura.
En la próxima entrega convierto en ficción el que fue el primer experimento inter-migratorio ejecutado por la dictadura, para afianzar la mulatez como una característica diferencial frente a Haití, además de la lengua y la religión.