Aquello parecía un jueguito infantil al que sus padres no prestaban mayor atención. Eran dos compañeritos de colegio de poco más de diez años, pero ambos proclamaban, con asombrosa seguridad, ser novios.
El tiempo fue transcurriendo y la parejita continuaba confiando en que la firmeza de sus sentimientos convencería a todos de que lo de ellos iba en serio.
Nadie se tomaba las cosas con más carácter que estos dos adolescentes, desdeñando las adultas sugerencias de que flexibilizaran su nivel de compromiso para que nuevas experiencias sirvieran como laboratorio para constatar la solidez de su vínculo.
Ningún oído prestaron a opiniones que valoraban como innecesarias y entorpecedoras del disfrute de sensaciones que les servían para garantizar el futuro del que estaban seguros vivirían más temprano que tarde.
Él llegaba tan lejos en sus planes, que empezó temprano a entrenarse en su futura tarea como padre. Cuando instituciones encargadas de proteger la niñez y la adolescencia desarrollaban proyectos para propiciar conciencia sobre la paternidad responsable, se inscribía en todos.
Por eso, asistió a una boda cuidando el bebé muñeco que lloraba por leche cada cierto tiempo y al que había que cambiarle pañales con regularidad.
De esa forma, los chicos se hicieron adultos y continuaban impertérritos en un proyecto al que su entorno empezó a valorar como definitivo porque el pasar de los años, y la relación no hacer más que fortalecerse, sirvió para disipar sus reservas iniciales. De un asunto de dos mozalbetes, el tema se transformó en una ilusión de muchos.
Con el mayor sigilo, él organizó la ceremonia de pedido de mano y aquello fue el preludio del enlace que pronto se realizaría, constituyéndose en rotundo mentís de quienes osaron poner en duda la certeza de la prolongada unión.
Al ser dos emprendedores, cargados de ideas por implementar, decidieron posponer la posibilidad de multiplicarse y disfrutar al máximo la primera fase de su matrimonio.
Al deshacer maletas en un viaje de paseo, ella extravió la caja de las píldoras cotidianas. Poco después comprobaron que las consecuencias no se hicieron esperar. Ya no eran solo dos.
Así inició la tercera etapa de una empresa cuya concepción y materialización se elaboró con insumos de amor, entrega y constancia. Como fresa de pastel, aquel muñeco experimental se hizo realidad. Arribó como trofeo que, con orgullo, puede exhibir una pareja que apostó a su corazón y ganó. Hoy, recoge su merecida recompensa.