(5 de 8) La fortaleza de la poesía de Amable de Mejía (poeta y narrador, que en 1959 vio luz) es que muestra en ella sus debilidades como ser humano.
Amable no ha ido a la poesía para presentarse como un ser perfecto, (ha hecho él mismo esa confesión honda) y es ahí, luminosamente, cuando saca lo grande, cuando del relato de sus imperfecciones e infecciones logra un peregrinaje exitoso de ese avatar que es la existencia. En la cúspide de su observación surge lo acre.
Después del Amable Mejía que cojea en la vida, hay un poeta Amable que llega a puerto seguro a la página, que se hace vital en el texto y que desde lo erguido contempla sin asco sus partes encorvadas, el endeble caparazón con el cual tiene que vivir y manejarse.
Amable Mejía, quien ya demostrado sistematicidad en el oficio al publicar Días de Semana (poesía), Primavera sin premura (novela), Entre Familia (cuentos), y La isla de los hombres felices (novela), elabora una poesía de una mixtura sorprendente. De uno a otro género su voz se empina, con contundencia al lector llega.
Un libro bastó para que Amable se insertara con alarmante frondosidad en el bosque literario dominicano: El amor y la baratija.
Sí, ese libro lo sitúa en lo más alto de la poesía dominicana. Un respeto unánime el poeta ha ganado. En ese texto humor e ironía dos dispersados con maestría, hay cero retórica y más que pericia literaria, el poeta muestra una capacidad de observación extraordinaria de lo cotidiano.
Amable es un poeta que apalea su ego, que se ríe de sus desgracias. Pocos antecedentes hay de esta actitud tan certera en la poesía dominicana. Los poetas del patio estamos generalmente acostumbrados a ser muy épicos, retóricamente interioristas o asépticos al presentarnos. Amable es un ser muy distinto a lo que ocurre o se produce en esta fauna. Así es su poesía. No habla para estar de acuerdo, no escribe para escapar o tapar sus cosas. Un mérito extraordinario en estos lares, donde el doblez impera y lo falaz son la norma. Además, camina mucho, observa, es un enfant terrible en el verdadero sentido de la palabra. Sudoroso y reflexivo, dejando la suela en el calor insoportable del asfalto, he coincidido con él, él en labores jurídicas, yo en las periodísticas. “Quien no camina no conoce las calles”, expresa en un hermoso verso.
Asombra la rigurosidad en su escritura a pesar de que escribe a borbotones. Enemigos, amigos, amores fallidos, nostalgia por los padres muertos, todo cabe en esta poesía que se presenta atenta y al tanto, como un general ante el batallón que ha de disparar ante un traidor a la patria. “Los enemigos son buenos para la salud”. Y es que si a algo ha traicionado Amable es a su ego, a la vanidad que mueve a cada uno a presentarse de la mejor manera.
Sin duda alguna, me cuesta decir algo para obedecer a la sinceridad misma que tiene el poeta: su poesía tiene el porte del genio, abraza lo que otros no se atreven por temor a parecer seres dañados o seres sórdidos. Aunque escribe mucho, no hay peligro que se ahogue. El defiende su poesía, como el tísico consciente lo haría de su tuberculosis.
En Amable no aparece esa pericia literaria de la cual quieren hacer gala tantos, no está envuelto ni asfixiado por esa dañina retórica que a tantos poetas jóvenes y viejos ha llevado a la ruina. Como conozco tantos libros de él inéditos, me cuesta hablar sòlo de El Amor y la Baratija, pero hay aquí suficiente genio e ingenio, la semilla y el fruto sustanciales, para saber que estamos ante un poeta de primera magnitud.
Hay en Amable una lectura de la vida, un acercamiento a lo llano de manera inteligente. Su texto “El amor y la baratija” se nutre de las cotidianidades para producir versos luminosos.
En la escritura de Amable cada línea, cada verso tienen sentido. Nada es puesto en la página para llenar espacio o para cobrar un rédito innecesario. A partir de los años 80 hay pocos textos, como El amor y la baratija por los cuales uno pueda sentir admiración profunda.
“Mi hermano dijo: Lo que no ha llegado a mis manos no me hace falta. Lo bello que no estremece no es bello. La presencia que no nos ausenta es presencia de sí misma. La flor sólo es flor en el tallo, cortada, cualquier palabra que inventamos”.
Para concluir, recuerdo que lacerar y herir a otros es empresa harto fácil. Pero lacerarse a sí mismo, auto flagelarse sin inflexiones, es asunto al que se tiende poco. Amable lo ha logrado y he ahí su proeza.
El autor es escritor y periodista.