He ido amontonando muchos libros de autores dominicanos en un rincón de mi biblioteca publicados desde hace alrededor de más de 20 años. Los libros pertenecen a géneros diversos: poesía, cuento, novela y hasta ensayo.
Del mismo modo se ha acumulado en mi alma el desencanto. Los reviso, los repaso, vuelvo sobre los versos, releo los capítulos, leo principios y finales de cuentos, y me topo con un cúmulo de palabrería. Pocos se salvan de la pira. Invención que no tiene destino el atrapar alguna sutileza, o acercarnos al recoveco del misterio, tiene escaso sentido.
Son escasos los textos de los que pueda mantenerme enamorado más allá de un año o que pateen mis sentimientos con contundencia o me sometan al imperio del suspenso o de la belleza.
A fin de cuentas no se trata de que una obra esté bien o mal escrita. Se trata de que alcance ese privilegiado, toque que estremece, que muestre el lado humano del artista que la esculpió. Crear diversos personajes y montar una trama lógica no hace un novelista. Tirar líneas y distorsionar una que otra vez la imagen, no hace un verdadero poeta, como tampoco mezclar autores y volverse el campeón de los “citadores”, no hace un gran ensayista, un valiente pensador.
Y es que algunos de los autores dominicanos –hasta los más aplaudidos y premiados- han tomado, no el camino de Swan, sino el camino de hacer una literatura climatizada, una literatura abofeteada por la verbosidad y la retórica.
Nos vamos convirtiendo en lo que somos. Ese es un proceso lento, misterioso, azaroso. Y en el caso de los artistas de la palabra a los que me refiero, cada día sus textos se vuelven más muertos, más conservadores, más incoloros, tienen menos vida. ¿Qué ha pasado para que la literatura dominicana tenga un tufo tan a lo inmóvil, que parezca tan yerta?
Sus autores se murieron hace tiempo. La comodidad les dio una puñalada trapera, les cercenó ese órgano que palpita con tanta hermosura. El bienestar económico y el tener las tres comidas calientes y el empleo seguro, les hizo aterrizar en la terrible indolencia de no palpar la realidad, en distanciarse con temeridad de eso que ocurre y que, finalmente, es lo que hace que estalle la obra artística.
Leo esos autores y siento que el bosque de la sinceridad se ha incendiado y quedan chamuscados textos. Leo a un escritor para encontrar su alma. Para confrontar sus demonios. Para ver cuándo alucina o cuando la realidad lo ha golpeado. Los escritores dominicanos no chocan con nadie, pues sus sentimientos no están expresados con convicción en sus obras.
No puede entonces quejarse nadie de que en el país no haya una crítica. No puede haber crítica sino hay una literatura interesante. El crítico se mueve cuando la obra lo sacude. Pedir que haya una crítica consistente cuando no hay obra como tal, es incongruente, un desatino imperdonable.
Si hay algo que debe ocurrir por generación espontánea es la crítica. Y la primera reacción que debe surgir es la de los lectores. ¿Qué novela dominicana se puede decir que uno lea con gusto en los últimos 20 años? Nuestra literatura actual es de climas. Nuestra literatura está hecha por oficinistas y burócratas de la palabra. Son escritores de 8 a 5. Las últimas generaciones más que alucinarse por los hechos, han sido narcotizadas por una rutina donde el buscar la seguridad económica y haberla encontrado ha significado el fin de la rebeldía literaria, que ha resultado en el colofón oscuro de su carrera como escritores.
Quien no arriesga una línea no puede llegar a hacer un texto válido. El retrato del artista climatizado dominicano es una buena asignatura digna de estudio. La política dominicana no sólo ha corrompido al hombre común y corriente, al que cada cuatro años con una botella de rón, un bono luz o gas, allá, también se ha llevado de paro al escritor profesional. El cheque de lujo, la yipeta, la adquisición del apartamento, han contribuido a que se haya ido acorralando, esfumando tan cobardemente.
El ideal del artista debe ser el de Wilde, en el sentido de que hizo prevalecer por encima de todo, la sensibilidad y la rebeldía. El escritor dominicano ha inclinado la cerviz ante la rutina y el poder. Y el hacha no se ha hecho esperar. El poeta ha climatizado su existencia, el tufo que da es el de aire acondicionado, un ambiente falso, el calor de afuera, la brisa, el ciudadano de a pie, la lluvia, elementos vitales que hacen ruido, no lo han despertado.
Un autor tan siniestro como Louis Ferdinand Celine se salva, precisamente por eso, porque jamás su literatura estuvo climatizada, su maldad, incluyendo. Aprendamos de ese ilustre anti-semita. La tiniebla de la literatura dominicana no puede ser salvada por la llama de la crítica.
Los demonios no son para guardarse en el armario. En la página deben explayarse, y salir para abofetear y atormentar las vidas más bobaliconas y aburridas.
El autor es periodista y escritor.