La Policía no podrá garantizar una seguridad ciudadana eficiente hasta que desarrollemos una cultura del respeto a la Constitución y otras leyes que norman el comportamiento de la sociedad.
Esto quiere decir que: “Todas las personas y los órganos que ejercen potestades públicas están sujetos” a ella, por ser ésta el fundamento del ordenamiento jurídico del Estado”, según su artículo 6.
Entendemos, que sólo haciendo cumplir este postulado, podríamos llegar a tener un verdadero “Estado Social y Democrático de Derecho”, el cual garantice “la protección efectiva de los derechos de la persona, el respeto a su dignidad y la obtención de los medios que le permitan perfeccionarse de forma igualitaria, equitativa y progresiva, dentro de una marco de libertad individual y de justicia social”, como muy bien reza su art. 8.
El desconocimiento de estos y otros postulados constitucionales, así como la falta de responsabilidad y compromiso de la mayoría de los encargados de aplicarlos, nos ha ido empujando a tener, en todo el discurrir de nuestra historia regímenes timocráticos, por estar viciados en sus fundamentos (salvo ligeros intentos contrarios en nuestra historia, como es el caso de los siete meses del presidente Juan Bosch). Estos regímenes timocráticos, son una de las causa principal de la inseguridad ciudadana.
Y esto es así, porque, en primer lugar, hay muy poca o casi ninguna correspondencia entre el mandato que le otorga el art. 255 de nuestra Constitución a la Policía y su práctica.
El referido artículo señala, en sus numerales del 1 al 4, que la Policía tiene como misión: “salvaguardar la seguridad ciudadana; prevenir y controlar los delitos; perseguir e investigar las infracciones penales, bajo la dirección legal de la autoridad competente y mantener el orden público para proteger el libre ejercicio de los derechos de las personas y la convivencia pacífica de conformidad con la Constitución y las leyes” (que, en gran parte, es realmente lo que persigue el art. 8 de la Constitución.
Algunas de las causas que provocan el divorcio entre el mandato de la Constitución y las leyes y la práctica policial, radica en el hecho de que en 51 años de vida democrática (o ¿timocrática?) que ha vivido el país de forma ininterrumpida desde la revolución de abril de 1965, tenemos una Policía cuyos miembros devengan “sueldos cebolla”, que rondan en cinco mil pesos mensuales.
Esto es una injusticia avalada por el Banco Central, que estima el costo de la canasta familiar por encima de los 28 mil pesos mensuales, además, éstos tienen una preparación, para su misión, muy limitada y sin ningún incentivo que le garantice, tanto su seguridad como la de su familia, mientras ejerza tan delicada misión y lleguen sus días de retiro.
De ahí que resulte juicioso pensar, que para ir superando esta cruda realidad, hay que comenzar por dignificar la ridícula vida de estos hombres y mujeres, que en su mayoría provienen de hogares pobres, pero honestos, los cuales, al vincularse con la cultura de sobrevivencia de los que ya son veteranos en aquello de “sálvese quien pueda”, terminan aplicando la vieja máxima de: “a donde fuere, haz lo que viere”.
Para superar ese vieja práctica, se podría comenzar por darle una instrucción permanente, así como un sueldo que lo dignifique e incentive.
Podría ser un sueldo mínimo de veinte mil pesos mensuales, más un por ciento de acuerdo al grado de la misión cumplida, para ser liquidada anualmente, dejando un porcentaje acumulativo, para el momento de su retiro.
Esto debe de ser aplicado, con mayor énfasis, de los oficiales subalternos a los rasos, que en la mayoría de los casos, son los que se ven acorralados por el peligro y tentados con las ofertas de los violadores de la ley.
Imaginémonos un policía que ocupe un alijo de droga, gane menos de seis mil pesos; haya dejado su mujer enferma y sin comida para los hijos…. Lo demás se lo dejo a su imaginación.