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Convergencia: Gerardino

Convergencia: Gerardino

Efraim Castillo

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Hoy, sobrepasando los setenta años, un ciclo biológico que no acepta aplazamientos, Gerardino ha decidido retomar con pasión la actividad pictórica, desempolvando su viejo caballete y armándose hasta los dientes con tubos de óleo, acrílica y carboncillos, para lanzarse con la serenidad de la experiencia a desafiar una estética que la tecnología ha contaminado. Desde luego, él comprendió que los desafíos en el otoño de la existencia rechazan la prisa, esa asfixia que obnubila, confunde y extravía.

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Luis Miguel Gerardino, cuya obra reprodujo a los individuos golpeados y excluidos del orden social; esos seres que solo son recordados por los partidos políticos en tiempo electoral, despertó la admiración de Contín Aybar y fue demandada con avidez por muchos coleccionistas, a pesar de los temas abordados en su pintura y la preferencia por historiar la vida de los outsiders que comenzaban a llenar los espacios públicos del país.

Sin embargo, muchas de sus pinturas —realizadas mientras laboraba como dibujante publicitario— fueron magníficos retratos de héroes y escenas memorables de nuestra historia; porque si observamos la trayectoria de la plástica dominicana, podrá comprobarse que las realizaciones cumbres han descansado siempre sobre episodios protagónicos de la historia o, como en la mayoría de las obras que dejan profundos surcos, en sucesos pertenecientes a correlatos culturales y sociológicos.

Podría afirmar que a Gerardino lo que verdaderamente le interesó en sus realizaciones fue plasmar una singular cosmovisión sobre los ángulos, superficies y bordes en que transcurre la existencia de la sociedad dominicana, junto a los sujetos que la habitan, atrapados por las injusticias en un sinfín de tribulaciones; temas que lo emparentaron —en la arquitectura de la obra— a una manufactura aproximada a Bacon, pero distanciándose de éste —desde luego— en la desgarradora organización con que el artista angloirlandés inyectó su estética, vinculada a la profunda angustia de Edvard Munch y al Goya explorador de los márgenes.

En la obra de Gerardino se movían prostitutas, ángeles, buscavidas y soñadores alrededor de los tormentos y las supresiones del día —al igual que como transcurre la vida en el universo de Bacon—, conectadas ambas estéticas a la metafísica del dolor.

Mientras en Gerardino se comprime el tiempo en un ir y venir elíptico, en Bacon se tuestan las ambigüedades de una sociedad que condena al ser humano a convertirse en lo que el propio artista llamó «meat», carne.

En este (¿posible?) retorno, en esta vuelta de Luis Miguel Gerardino a lo que debió ser el trazado constante de su vida —una ruta protagonizada por su talento—, se abre una señal de alegría en el mundo de la plástica dominicana, donde los lenguajes estéticos se encuentran en un amplio y sombrío callejón sin salida, debido a que la búsqueda de la creación descansa en la imitación y no en esa sentencia histórica de Benedetto Croce: «Toda creación artística es una unidad intuitiva de la forma y del contenido, pero estrechamente relacionada con la historia» (CROCE: Breviario de Estética, Colección Austral, 1938).