Articulistas

Convergencia: Gerardino

Convergencia: Gerardino

Efraim Castillo

Cuando en 1978 Ramón Oviedo y yo advertimos a Luis Miguel Gerardino que debía dedicarse a la pintura en los momentos libres que le permitía la publicidad —la actividad de la que vivía y vive—, nos respondió: «Sí, lo haré».

Pero no lo hizo esa vez ni las otras tantas veces que volvimos a repetirle lo mismo en atención al inmenso talento que brotaba de su arte.

Para entonces, Gerardino contaba con alrededor de treinta y tres años y cuando en las décadas siguientes le repetíamos con insistencia que su verdadera vocación se encontraba en un juicioso encuentro con la plástica, un maravilloso universo que lo abriría hacia la riqueza de los lenguajes estéticos, sonreía diciéndonos que «se dedicaría a la pintura cuando se retirara de la publicidad».

Recuerdo que cuando había sobrepasado los cuarenta, le hablé de la decisión que había tomado el propio Ramón Oviedo al finalizar el decenio de los setenta —contando con treinta y ocho años— de colgar definitivamente las herramientas de la dirección artística de Publicitaria Fénix para dedicarse por completo a la plástica. Esa vez, Luis Miguel me respondió: «Efraim, prefiero compartir ambas actividades».

Gerardino consideraba, entonces, que el diseño publicitario —de algún modo— estaba conectado a la otra estética, a esa que define la esencia del arte y sus valores íntimos.

Pero también sabía que ambas ocupaciones diferían cardinalmente en cuanto a la finalidad de sus estéticas: uno (el arte publicitario) es eminentemente comercial, mercurial; el otro (el arte en sí) es, apoyándome en Hegel: «La manifestación sensible de la idea» (Das sinnliche Scheinen der Idee [Lecciones sobre la estética, 1834]).

Desde luego, para Gerardino resultaba difícil apartarse de la publicidad para embarcarse en un camino por el que tenía que comenzar a ascender, máxime que para comienzos de los ochenta, era considerado el más completo dibujante publicitario del país y eso le hacía meditar como algo ilógico el aventurarse en una actividad que reunía artistas del calibre de Guillo Pérez, Domingo Liz, Ramón Oviedo, Cándido Bidó y Papo Peña-Defilló, entre otros, cuyos posicionamientos en la plástica caminaban hacia la maestría.

Aunque se había embarcado por completo en el mundo utilitario del dibujo publicitario, fundando su propia agencia en los setenta (Estudio Uno Publicidad, 1972), Gerardino nunca se apartó totalmente de la pintura y, de vez en cuando, ejecutaba trabajos pictóricos que vendía a muy buenos precios, debido sobre todo a la excelencia de sus realizaciones, por lo que aseguró, al menos, un pequeño eco en el mercado nacional del arte.

De las pinturas vendidas por Gerardino en aquel tiempo sobresalen La última cena, un Retrato de Duarte, La dama de azul, y otras obras, las cuales se encuentran en colecciones privadas del país y el exterior.

Fue esa actividad practicada a deshoras —cuando el numen golpeaba sus neuronas— lo que le permitió mantenerse en contacto con la plástica y conservar la perspectiva de que podría, en el futuro, dedicarse por completo a la pintura.