La cultura es un sancocho, un verdadero palimpsesto, un raspar constante lo antiguamente escrito para suplantarlo o enriquecerlo: desde el mazo hasta la rueda, desde el fuego hasta la organización de los signos, desde los asombros por los sueños hasta arribar a la epistemología, todo —absolutamente todo— no ha sido más que una acumulación de huesos sobre huesos, de lágrimas sobre lágrimas, con las prácticas de arrogantes trucos donde la estrategia ha consistido en tomar prestado lo que, a la larga, resulta más provechoso para los salvadores de turno, los cuales, apropiándose de los títulos, se han autotitulado como reyes, faraones, cónsules, césares, emperadores, duques, adelantados, dictadores y presidentes.
Por eso, las influencias son ráfagas pasajeras de un viento que sólo refresca las imágenes, los terceros discursos. Gracias al carbono 14 y a los últimos hallazgos arqueológicos, nos hemos enterado que la chispa originaria de las creaciones y los asombros estaba mucho más allá de Grecia y Egipto. Nos enteramos que la influencia recibida por Sócrates no vino endosada por Solón tras sus visitas a Egipto, sino por las sospechas de que los descubridores del papiro habían suplantado las tablillas de arcilla y metal por hojas.
Muchos estudiosos de la generación post-Trujillo creen que el boom editorial de los 60 fue la gran influencia cultural de aquellos escritores… ¡Pero están equivocados! Mucho antes de conocer a García Márquez y a Carlos Fuentes, Veloz Maggiolo, Antonio Lockward y Miguel Alfonseca ya habían leído a los escritores que influyeron en aquellos. Veloz Maggiolo, Lockward, Alfonseca, Rubén Echavarría e Iván García ya habían leído a Hemingway y a Steinbeck, a Gertrude Stein, a Dos Passos y a Faulkner, anexándoles a sus lecturas a Mauriac, a Sartre, a Camus, a Celine, y al extraordinario Thomas Stearus Eliot de “La tierra baldía”.
Por los ofuscamientos políticos que han seguido a la muerte del tirano, aún se pasa por alto que la noción del “yo” en la prisión insular del trujillato era la mortificación del status, del nombre propio, como en Nietzsche: representación, dualismo, conciencia, sujeto, objeto. El “yo” en el trujillato no debía anteponerse al “yo” representado por El Jefe, so pena de confundirse en un anonimato que conducía a la muerte.
Balaguer y Peña Batlle son sólo dos ejemplos de la dilución del “yo”, ese fallo o virtud que Derrida observa en el propio Nietzsche: la del hombre doble, la del vivo y el muerto, la de la ambivalencia perpetua en la huella cultural, un sancocho siempre a medio hacer.