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Irónico final

Irónico final

Pedro Pablo Yermenos Forastieri

Al nacer, su madre intuyó dos cosas: Los futuros problemas de salud de ella y la excelencia que él desarrollaría como médico. Serás mi Santo Remedio, le susurró al oído cuando develó el nombre que llevaría su hijo. Lo que no podía suponer eran las especiales características que signarían su temperamento que, con el paso del tiempo, lo convertirían en un personaje cuya inteligencia, carisma y humanidad, lo hicieron ídolo de una multitud de olvidados de la fortuna.

Desde niño, dio muestras de un coraje sin límites. Sus travesuras denotaban más que una ocurrencia infantil. Llamaban la atención por la impresionante creatividad que revelaban. Aquello, no obstante, no impedía que aflorara su elevada sensibilidad ante la injusticia y su defensa intransigente de los más desvalidos.

Relación con los animales describe al hombre
Por la decisión de su padre viudo de hacer profesionales a sus descendientes, se trasladó a Santo Domingo a matricularse en la facultad de medicina de la universidad estatal. De inmediato, integró la élite de los mejores estudiantes, dentro de ellos, algunos que se convirtieron en galenos famosos y opulentos.

Lo suyo era otra cosa. Estaba decidido a ser médico de pobres. Retornó a su pueblo e instaló consultorio en su propia casa. Improvisó un espacio donde preparaba medicinas que, junto a pastillas que compraba por cientos, entregaba a sus pacientes a cambio de míseros pesos; víveres; frutas o animales que le traía de apartados rincones de la región la muchedumbre que desde el alba hacía filas para curarse, más que por cualquier otra cosa, por la ciega fe que en él tenían. Aglutinaba en sí, las dosis exactas de ciencia, sugestión e histrionismo, que a todos seducía.

Los años pasaron, devastando su frágil y descuidada anatomía. Con sus magros recursos, se ocupaba más que de él, de la legión de gatos callejeros que acogía en su entorno y se negaba a regalarlos a quienes no le ofrecieran garantías de que le darían un buen trato. “Si quieres conocer una persona, observa cómo es con los animales”, repetía.

A los últimos vestigios de su valor espartano recurrió aquel atardecer para enfrentar al adicto que, cuchillo en mano, intentaba apropiarse de lo que pudiera convertir en dinero para saciar su vicio. Un peinecito; una vieja libreta de apuntes y unas gafas a las que les faltaba una pata, fue lo único que encontró su sobrino sobre su cadáver desplomado en la acera de su destartalada casa.