Desde hace décadas vienen desarrollándose en nuestro país tres procesos sociológicos, los cuales están conduciéndonos hacia la eliminación de todos los hábitos, buenas costumbres y prendas espirituales que, durante siglos, habían forjado nuestra identidad como nación sana, progresista y solidaria. Cualidades estas que, dicho sea de paso, unidas a los atractivos naturales de nuestro territorio, nos habían convertido en prometedores refugios de valiosas emigraciones de irrealistas, chinos, españoles, árabes y japoneses.
Tales procesos pueden resumirse en:
1ro. Desintegración profunda de la familia, esto, gracias a la anulación de la autoridad de padres, madres y profesores, mediante la imposición de nuevos códigos, normas y reglamentos “neoliberales”.
2do. Socavación con desfiguración grotesca y sacrílega del amor entre el hombre y la mujer -que es el fundamento espiritual esencial de nuestra existencia- esto, mediante la inoculación masiva de una disolvente y lujuriosa “Ideología de género” capaz de hacernos retroceder al degenerado ambiente de Sodoma y Gomorra.
3ro. Expansión brutal de los antivalores más corrosivos que puedan debilitar y enfermar el tejido económico de una nación, como son el fraude, el crimen en todas sus expresiones y la acomodaticia y celestina impunidad, todo, gracias al maleamiento, la corrupción y el debilitamiento de las instituciones e instrumentos de gobernanzas.
Aunque sea cierto que los instintos y sentimientos precursores de tales fenómenos se alojaron en la mentalidad del ser humano casi desde sus orígenes, igualmente cierto es que el desarrollo acelerado e incontrolado de los mismos desde mediados del siglo 20, no es fruto natural de la “generación espontánea” sino el resultado de un plan estratégico mundial de las potencias hegemónicas occidentales para sojuzgar a las naciones más vulnerables. El mismo es ejecutado a través de innumerables organizaciones “no gubernamentales” e instituciones transnacionales, claro está, con la anuencia o participación de los gobernantes locales cómplices que tanto abundan en estos predios.
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Por eso, lo que se cuestiona no es la existencia de esas lacras ancestrales sino, la falta de voluntad de gobernantes y líderes (políticos, militares, empresariales y religiosos), para combatirlas, contenerles o por lo menos confinarlas. Más allá de ese cuestionamiento, lo que se repudia es la conducta de los gobernantes que no solo las toleran si no que, secretamente, las fomentan sacando beneficios de ellas con sus actos mientras en público, con sus engañosas palabras, alardean de la “transparencia” de sus gestiones y de sus brillantes planes para erradicarlas.
Por: Ramón B. Castillo Ramonbc46@gmail.com