He escuchado hasta la saciedad que los partidos políticos son consustanciales a la existencia del régimen democrático. Estoy de acuerdo, pero no dejo de establecer la ineludible relación entre el nivel de fortaleza de esos partidos y el vigor que tendría la democracia que le corresponda.
Así las cosas, es obvio que un sistema de partidos políticos desprovisto de fortaleza democrática interna, realizará un pésimo aporte a la consolidación de la democracia. Ese es el caso dominicano, caracterizado por organizaciones partidarias cooptadas por cúpulas dirigenciales signadas por el mesianismo, el autoritarismo y el clientelismo. Esa circunstancia se ha puesto dramáticamente de manifiesto en los últimos años.
No se trata de una situación nueva desde el punto de vista del predominio avasallante de las direcciones sobre las estructuras partidarias y, sobre todo, de la hegemonía de un líder auto considerado y reconocido por sus súbditos como imprescindible para la propia supervivencia de la institución.
¿Qué ha cambiado entonces que la realidad actual es más degradada que la anterior, aun teniendo, en sentido general, características similares? La novedad ha consistido en la naturaleza de la sustitución que se ha producido en los liderazgos superiores de las dos organizaciones políticas que han terminado siendo mayoritarias.
No hay que profundizar para percibir las grandes distancias en los liderazgos de Juan Bosch y José Francisco Peña Gómez, respecto a quienes han pretendido asumir sus antorchas. Se hace evidente que sus aspectos rechazables en términos de un liderazgo con innegables signos autoritarios y mesiánicos, no eclipsaban sus motivaciones más elevadas que las que sustentan a sus sucesores.
La situación se agrava porque ese proceso de suplantación de liderazgo se produjo preservando, e incluso enfatizando, los elementos perniciosos de la dirigencia sustituida. La urgente inyección de democracia interna y modernización que precisaban los partidos no se impulsó, supliéndola con la entronización de nuevos mesías, carentes de las virtudes de sus predecesores. Pasamos pues, a tener lo peor de los dos escenarios.
Esa nefasta combinación, resulta posible ante bases sociales con elevados niveles de fragilidad y carencias, proclives, en consecuencia, al envilecimiento y la alienación por un sistema partidario inescrupuloso y corrompido, para el cual, es primordial la preservación de esa circunstancia miserable, por ser la que explica su existencia.
Lo más grave es la dificultad para revertir esa tragedia ante reglas de competencia inequitativas, que obstaculizan adrede el surgimiento de alternativas que pudieren finiquitar tan desafortunada realidad.