El proceso electoral vuelve a dejar lecciones para ser aprendidas. Por ejemplo, si el presidente de la Junta Central Electoral (JCE) no fuera tan protagónico tal vez a estas alturas el panorama estuviera más despejado, sin tanto ruido sobre los equipos tecnológicos y el conteo de los votos para las elecciones del domingo.
Pero Roberto Rosario se ha ocupado, con sus polémicas declaraciones, de crear nubarrones innecesarios al proceso. Salvo Venezuela, en ningún otro país las votaciones generan tanta tensión ni desconfianza, no propiamente provocadas como recurso por una oposición que podría considerarse derrotada de antemano, sino por el papel de su principal vocero. Con el control que ha demostrado ejercer sobre el pleno se ha permitido el lujo hasta de adelantarse a las decisiones.
Que nadie se atreva a decírselo no quita que sean las intervenciones de Rosario las que hayan generado todo el revuelo sobre los equipos. Porque con un autoritarismo impropio de un funcionario que tiene la misión de organizar un proceso de votación entra en polémicas y toma de decisiones unilaterales que luego trata de legitimar a través de ejercicios de relaciones públicas. Sus actitudes han dado lugar a que cualquier simpleza que pueda originarse con el sistema electrónico se preste a sospecha, máxime si perjudica a la oposición, y no se vea como una falla técnica. En ningún país los titulares de los órganos electorales tienen tanto protagonismo mediático como el evidenciado por Rosario.
En las elecciones de Perú, por ejemplo, la Junta Nacional de Elecciones bajó de la carrera candidatos con posibilidades y multó al partido de la candidata más votada porque infringieron las normas. Y nada pasó. En Argentina, las elecciones las ganó la oposición a pesar de que ser organizadas por un órgano adscrito al Ministerio de Interior, Obras Públicas y Viviendas, sin que nadie recelara. ¿Y qué ha pasado? Que muchos de los antiguos funcionarios, comenzando por la expresidenta de la República, son investigados y algunos imputados por enriquecimiento ilícito y otros delitos relacionados con la corrupción.
Por supuesto que en República Dominicana la crisis de confianza no deja que un ente público pueda organizar unas elecciones. Pero la entidad que lo hace tiene que procurar, al menos su titular, evitar tantos roces innecesarios, tal vez hasta sin proponérselo. Por más sospecha que pueda albergar la oposición o determinados sectores el fraude es un asunto del pasado tanto aquí como en cualquier otra parte. En Venezuela había mucho temor con la manipulación de los resultados, pero con todo y eso el oficialismo sufrió una contundente derrota.
Si el presidente de la JCE torna su rol más institucional y menos personal puede darse por descontado que bajará el ruido sobre las elecciones. Son lecciones que deben aprenderse.