Por tener dientes grandes a un amigo le aplicaron el sobrenombre de peine nuevo, lo que lo llevó más de una vez, en días de infancia, a sostener peleas al puño.
He tenido la suerte de que no me aplicaran el mote, pese a que mis centinelas bucales encargados de los trabajos de masticación, tienen generosas dimensiones.
Cuando tenía la temprana edad de ocho años, un par de mis dientes se encaramaron sobre sus iguales, algo que en el lenguaje popular dominicano se conoce como andanas.
Sucedió que mientras conversaba con una amiguita de mi barrio San Miguel, ella me dijo, con sonrisa burlona: tú tienes dos andanas.
Herida mi escasa vanidad, respondí: no son andanas, sino dientes fuera de nivel, a lo que la chicuela manifestó que ambas expresiones se referían a lo mismo.
De más está decir que me despedí de forma apresurada de aquella niñita carente de tacto, y pasé varios días rehuyendo su cercanía.
Debido a la pobreza de mi familia pasé por la tortura de que mis padres me enviaran a un dentista, cada vez que una pieza dental me causara frecuentes episodios dolorosos, para que me la extrajera.
Felizmente fueron escasas estas eliminaciones de dientes, lo que me permitió permanecer durante largos años alejado de los sillones de tortura de los profesionales de la odontología.
También darle uso permanente y carente de rubor, a las carcajadas sonoras, que en ocasiones se lanzan con apertura exagerada de boca, cuando se tiene un gran sentido del humor.
Llevo en mi memoria de edad octogenaria el ingrato recuerdo de la sacada de muela, que a mis diez años de edad biológica me hizo un dentista que alguien recomendó a mis padres.
De elevadísima estatura, y una delgadez cercana a la invisibilidad, al hombre le llevó cerca de media hora mudar de domicilio la pieza masticadora.
No me explico todavía la causa de esta aparente ineficiencia, pero quizás se debió a una escasez de fuerza física, originada por la combinación del añejamiento y la orfandad alimenticia que denunciaba su carencia de libras.
Otro sacamuelas, también con pesada carga geriátrica, tuvo el mismo problema con este paciente metido en la adultez, y apeló, ante mis reiteradas exclamaciones de dolor, a meterme anestesia en cantidades industriales.
Hubo momentos en que me tocaba la mamerria en toda su geografía sin experimentar ninguna sensación, por lo que, recordando al otro remedo de torturador, me levanté del sillón y me marché apresuradamente.
Lo que más lamenté de esta decisión fue que, por mantener la fama de buena paga de la que todavía gozo, le entregué los honorarios correspondientes al supuesto experto en materia relacionada con incisivos, caninos y molares.
Debido a que cumplí recientemente la suma de ochenta y un septiembres, apelé a chequearme los protagónicos participantes en una de las fases iníciales del proceso digestivo.
Por recomendación de mi superior conyugal Yvelisse, acudí al centro odontológico de la doctora Isabel Ruiz de Atallah, quien tiene como asistentes a sus colegas Tamara Beltré y Amalia Torres.
Solamente mi condición de leal esposo subalterno me llevó a cumplir la orden de convertirme en paciente de las atractivas profesionales.
Y es que con ello dejé de lado mi tendencia a lidiar con mis congéneres en todo lo relacionado con cuestiones comerciales y profesionales.
Por ejemplo, si entro a un establecimiento comercial a comprar algún artículo, escojo a dependientes del sexo masculino, porque ante ellos pido rebaja sin el menor rubor, lo que no haría con una fémina.
Es por eso que cuando he tenido cita con las citadas dentistas, reprimo lo más que puedo mis manifestaciones de dolor ante las agujas que actúan como especie de taladros, aunque a veces sea larga la duración de sus ataques metálicos.
No voy a desistir bajo ninguna circunstancia de esta odontológica jornada, no sólo porque estas damas han mostrado conmigo gentileza, pericia y paciencia.
Sino también porque uno de los pecados capitales del hombre frente a las mujeres es la cobardía, real y hasta sólo aparente.