A propósito de unas fotos subidas a las redes sociales por el poeta León Félix Batista.
El extinto poeta dominicano radicado por décadas en Nueva York, Carlos Rodríguez (1951-2001), aquel de El ojo y otras clasificaciones de la magia (Premio de Poesía Pedro Henríquez Ureña 1995), fue un buen poeta, como en vida varios se lo dijimos y celebramos.
No un genio, como algunos de aquellos que lo despreciaron e ignoraron, después que alcanzó la categoría de difunto, quieren presentarlo, consabida cuenta de que al decirlo, en el descubrimiento tardío y malicioso, algo se le pegue a ellos.
Carlos, como muchos otros artistas, al contacto con la terrible realidad neoyorquina, no superó nunca dos tragedias que lo marcaron: la de vivir, y la de ser un exiliado de bolsillo roto.
La primera era suficiente, la segunda una carga tremenda que sus anchos hombros (de bailarín empedernido) no soportaron. De ahí que esas, y otras circunstancias, lo llevaron a abrazar el paraíso artificial del alcohol de forma frenética, ese mismo que hizo sucumbir al cuervo mayor de los cuentistas: Edgar Allan Poe.
Yo fui amigo de Carlos Rodríguez. De esos que intiman de forma natural, al compás de la literatura o sin ella. La nuestra fue una amistad más allá de lo literario, cocida en el día a día y en contacto diario cimentada. Los escritores Juan Torres y Viriato Sención (gran amigo ya ido) pueden dar testimonio de ello.
Por eso cuando murió, me alejé sin aspavientos de los homenajes y reconocimientos que aves carroñeras quisieron plantarle.
Las migajas que no se le dieron en vida al autor de El West End Bar y otros poemas, Volutas de invierno, después de muerto quisieron ofrecérsela. El Poder, como siempre hizo sus malabarismos y fétidas muecas.
De inmediato, y al vapor, cuando aún estaba caliente el noble cuerpo del poeta, le pusieron el nombre Carlos Rodríguez a una pálida sala. Luego vino un homenaje, luego la palabrería, y ese bla bla oficial, siempre tan detestable, tan paupérrimo en términos espirituales.
Me consta que Carlos era exquisitamente terrenal. Hubiera preferido que la mitad de esos reconocimientos tardíos en muerte se lo hubiesen ofrecido en vida. De eso conversamos mucho. Él, como yo, detestaba esos aspavientos póstumos de los funcionarios de altas esferas. Siempre estaba atento a disfrutar el chiguete de vida que le quedaba, y en los tragos encontraba el regocijo aquella alma (por el vicio) ya monotemática en el disfrute.
Ahora es fácil. Ya Carlos no es competencia de nadie. Como muerto ni agradece, pero muchos menos, protesta. Una vez le dije, al intuir la inminencia de lo que se aproximaba, Carlos, ¿por qué no paras de beber? Me respondió con un dramático “No puedo”. El autor de Puerto Gaseoso, como magistralmente lo definió Viriato, “caminaba hacia el abismo con los ojos abiertos”.
Me extrañó y me asqueó que a aquel Carlos Rodríguez que en vida parecía que destilaba hedor, ya muerto, parecía que su cadáver y memoria destilaran perfume, pues algunos quisieron acercarse, opinar, hablar con la prensa, decir las comunes babosadas que se estila para ese momento.
Amigo de Carlos Rodríguez Ortiz era Leandro Morales con quien se mantuvo siempre en contacto y quien le profesó un respeto. Otros sabían que nada ganarían al acercársele a un tipo que reunía una tríada: pobre, poeta y exiliado económico atenazado por el alcoholismo.
Esa era su realidad. Ahora quieren crearle la de la falsía: genio incomprendido. Con Carlos muchos han querido construir el mito del gran poeta, como tuvo una vida en cierta medida, azarosa.
Carlos escribió poemas fabulosos, de factura exquisita. Creo que no debió abrazar el neobarroquismo, sino quedarse abierto a otras posibilidades de expresión. Ese hermetismo castró en determinado momento su poesía, y le impidió alcanzar otros vuelos.
Me da lástima que ahora quieran muchos hablar de él y hasta lo extrañen como si hubiesen sido cercanos. Carlos soñaba con volver al país, con pasarse temporadas en “la República”, soñaba con volver a caminar las calles de su infancia del barrio Ozama y tomarse algunas “frías” (cervezas) frente al mar.
La muerte lo atrapó, ya no tan solo en la decadencia del cuerpo sino también en lo poético. Lo suyo ya lo había escrito. Y entonces luego lo atraparon las aves carroñeras y empezaron a tejer asuntos banales, reconocimientos, obras póstumas y un etcétera oscuro.
A Carlos esas vainas le hubiesen dado risa, hubiese preguntado, si eso daba para pagar la cuenta, si había un cheque para extender la noche y la juerga. Como dije, Carlos era extremadamente terrenal y no comulgaba con esas pantomimas y teatralidades. Sabía que no era prudente perder el tiempo… En vida, Carlos quizás necesitaba solidaridad. Ahora que est
á muerto, se le quiere transformar en enfant terrible, mito. Olvida el Poder, sus adláteres y algunos amigos, que los muertos no necesitan culto, sino silencio.
El autor es escritor y periodista.