Agustín Laje es un personaje meticulosamente construido por los intereses a los cuales representa. Hecho a imagen y semejanza para adoctrinar en países con las características del nuestro. Escuché un programa de radio donde su interlocutor le decía que se aprovecha de la ignorancia de estos pueblos.
Él, con las aptitudes que su adiestramiento le ha permitido desarrollar, reaccionó como “el librito” ordenaba. Alegó que les estaban llamando ignorantes a los dominicanos.
Esa respuesta podrá ser hábil, pero no resta mérito a la veracidad de la acusación formulada. No es que seamos ignorantes, es que estamos provistos de circunstancias que permiten que personas como este caballero embauquen con relativa facilidad a poblaciones como la nuestra, proclives a ser impresionadas por su escasa capacidad para profundizar en la esencia de los temas a los que tiene acceso.
No es casual que el aludido encuentre en estos espacios geográficos y culturales escenarios ideales en los cuales intentar convencer sobre ideas y postulados que en el mundo desarrollado ni siquiera son objeto de discusión porque hace tiempo que fueron definidos en dirección totalmente distinta a la que él propugna.
Tampoco es azar que seamos uno de los escasísimos Estados donde el tema que le apasiona recibe el tratamiento que él defiende más por encargo que por convicción.
Lo anterior explica que los auditorios preferidos para que sus anfitriones lo hagan comparecer son aquellos en que tiene la oportunidad de explayarse a sus anchas ante escuchas que perciben como melodías celestiales las tesis del señor, sin interesarles para nada o sin tener la posibilidad de cuestionarle, con argumentos válidos, sus puntos de vista. Basta detenerse en su lenguaje corporal de autocomplacencia cuando se siente como pontífice aleccionando a su feligresía fanatizada.
En los pocos espacios donde puede ser confrontado con igual o mayor pericia, se le evita participar y, cuando resulta imposible eludirlos, entonces desenvaina armas letales y prohibidas, apropiadas más para asuntos vinculados al terror que a lo conceptual; hace malabarismos para derivar la discusión por sus aspectos menos trascendentes, no relacionados con la temática; o esparce dicterios sobre aquellos con los cuales no puede batirse en el terreno de la discusión científica sin arriesgarse a ser inequívocamente avasallado.
Por fortuna, va quedando atrás la época de “garrotazos como argumentos”; de convertir “indios vivos en cristianos muertos”; de trocar oro por espejitos, sin importar que timadores, en vez de carabelas, usen modernas aeronaves.
Por: Pedro P. Yermenos Forastieri
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