Opinión

Ajititi

Ajititi

De cinco cero
No soy aguilucho “desde chiquitico”, sino desde que estaba en el vientre de mi madre Andrea, pues me contaba, con su noble corazón serrano, que desde que permanecí por nueves meses como inquilino en su cálido dogout, comencé a dar toquecitos, como queriendo salir antes de tiempo al bullicioso estadio de la vida.

Y comencé a crecer, hasta convertirme en el benjamín de la crónica deportiva de Santiago entre los años 1981 y 1984, codeándome con los caballerosos peloteros Winston Enriquillo Llenas Dávila (Chilote), Tomás Silverio, Tony Peña, Octavio Acosta y Juan Jiménez, entre otras estrellas del béisbol.

La imparcialidad me hizo out y desde siempre soy tan aguilucho como Bullo, con todo y bulla, como Huchi Lora o El Guayaberudo.
Es que el Estadio Cibao tiene una magia, tal vez llevada allí por Cucharimba, que nos hace felices y nos convierte en managers, en árbitros y hasta en peloteros. Si no es así, que consulten a Rolling Fermín, a Félix Bruno, a Pappy Pimentel o a Leónidas Rodríguez y a otros tantos colegas que nos tendieron la lona de la amistad en el amplio terreno que recién recorríamos.

No tan Maduro como Nicolás, pero ahí vamos, sigo con pasión a mi equipo, que tuvo el infortunio de ser el primero en caer, y ya en su aleteo final, cuasi muriendo, no bastó con echarle agua, pues algunos intereses ya lo habían ahogado.

Cibaeño que pone los puntos sobre las íes, “fresco” como el Yaque y con el argullo alto como el Ocampo, sin embargo caí con la derrota, cual atollado en zika.

Vencidas unas Águilas de alas cortas, alcé mi bandera por los Gigantes que, aunque usted lo asombre el fratricidio, fueron aniquilados por sus vecinos, quedando chiquitos, tendidos en “el valle de la muerte”.

Ante tan dramáticos episodios, decidí alumbrarme con las Estrellas Orientales, y quedé viendo estrellas y desorientado. Entonces me fui con los Toros, pero fui corneado. Ahora el Este me ha dejado sin Norte. Al montarme en un toro salvaje y volar por los aires, ya “en el aire”, cometí el pecado que jamás se le perdona a un cibaeño: meterse a liceísta.

Nunca renegaría al equipo de mi predilección, al que con pasión me ha hecho levantar de los asientos, aunque ahora me haya dejado mal parado, al que amó mi padre Juan Antonio Jáquez, el que corre por mi sangre con la fuerza del arroyo que se despeña Sierra abajo.

Lo hice para adversar a un sujeto llamado Manelí ( El genio del mal), que se pasea en el Quisqueya (que si es Juan Marichal no debería ser Quisqueya) de un lado a otro a dar cuerda, que se va a los bleachers a buscar carreras para su Escogido, que llama desde la “funeraria” a los amigos contrarios cuando pierden.
Está bien, León, ganaste.

Eso sí, Manelí Castro, ni tú ni nadie me hará cambiar mi uniforme aguilucho.
Aunque yo haya bateado de cinco cero, ¡seguiré en pelota!

El Nacional

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