(I)
Cumplo años hoy con una aguda sensación de los límites de mi tiempo, en esta transición que llamamos vida, que me urge a compartir lo aprendido, en estas páginas que esperamos no suenen a esos libros de auto ayuda que tanto aburren.
Aprendí desde muy niña a observar. No sabía entonces que eso facilitaría mi capacidad de descubrir y entender las características que definen situaciones y gente, mi sociología empírica.
Anoche estuve en una reunión de psicólogos y lo que escuché me horrorizó, porque lo que aprendí fue como se ha ido posesionando la droga de la juventud, y que hay barrios como Villa Francisca que están totalmente zombificados, y ya se ve en las calles a niños y niñas consumidores de crack, a mujeres jóvenes y ancianas, y sobre todo a hombres y mujeres jóvenes, consumiendo en las calles, bajo la absoluta indiferencia de los destacamentos policiales. Es una escena que conocemos bien porque caracteriza a los barrios pobres de las grandes urbes de Estados Unidos, donde destruir la capacidad de resistencia de negros y latinos, ha sido objetivo político de las clases dominantes desde siempre.
Las clases “acomodadas” dirán: ¡Que se mueran todos!, ¡ojalá y esa chusma popular desaparezca del planeta para que “disminuya” la criminalidad!, exactamente lo opuesto de lo que creíamos en los 60 y 70s: En la capacidad de redención de los condenados de la tierra. Por eso quienes veníamos de la Acción Católica nos volcamos en los barrios populares, y también la izquierda, y florecieron los clubes culturales y los grupos de poesía coreada y de teatro popular, y Hay un país en el mundo se convirtió en himno.
Por eso el balaguerismo entendió que había que destruir ese movimiento, y primero lo hicieron a sangre y fuego. Nadie olvida los cinco miembros del Club Hector J. Díaz que fueron asesinados y distribuídos en las cuatro esquinas de la ciudad.
Empero había un método más eficaz, y menos evidente, que la violencia descarnada para detener a la juventud barrial: la droga, esa asesina que destruye la capacidad de razonar, de pensar, de quienes son el futuro de la patria, porque nosotros ya somos aves de paso, y nos queda muy poco tiempo.
La clase alta no tiene esta preocupación. La suya ha sido proteger a su prole, dominicanos nominales, enviándola a las mejores universidades en el exterior, aspirando a que ahí conozcan a quienes serán sus parejas y se queden fuera, donde su condición tercermundista no les alcance.
La clase media, que se creía exenta de esta problemática, no tiene ese escape. Sus hijos están consumiendo drogas, quizás como castigo a su proteccionismo, y pobreza ideológica.