La corrupción y la delincuencia son dos hermanas siamesas, hijas de una misma deformidad social que se gesta en la matriz estructural de una podredumbre sistémica que la permite y la prohíja. Están unidas por estrechos vínculos indisolubles que se alimentan y retroalimentan para posibilitar su permanencia a través del tiempo.
Tanto es así, que en los últimos tiempos hemos visto un crecimiento en espiral de ambas, lo cual no es pura casualidad, sino un reflejo de los múltiples vasos comunicantes que las unen. Como si existiera una relación directamente proporcional entre ambos fenómenos, hemos visto coincidir en el tiempo, frecuencia y gravedad, los casos de violencia delincuencial con los episodios de corrupción política que han sacudido a la opinión pública.
La delincuencia es una forma de corrupción del cuerpo y del espíritu que generalmente se vale del uso de la violencia para conseguir sus fines funestos. A su vez, la corrupción es una modalidad de violencia contra los intereses de la nación, que muchas veces se transforma en delincuencia organizada valiéndose de políticos que se apandillan para asaltar el Estado y atracar por vía de consecuencia a toda la colectividad.
La delincuencia común tiene un ámbito de acción restringido que se circunscribe a afectar a una persona, un grupo, una comunidad, un barrio, un poblado. Mientras la corrupción política tiene una esfera de acción mucho más amplia, pues lesiona a toda la sociedad. El delincuente asalta un bolsillo, y en el peor de los casos puede hacer correr la sangre individual.
El corrupto enquistado en el Estado roba y desfalca las arcas públicas, haciendo que los servicios que brinda el Gobierno se vuelvan ausentes o ineficientes por la anemia de recursos que aquel provoca. En el peor de los casos, también puede hacer correr la sangre derramada colectivamente cuando exacerba la rebeldía social que explota en pobladas contra el orden injusto que asfixia las posibilidades de vivir decentemente por medios honrados.
De esta manera, al sustraer el bienestar común contribuyen a la proliferación del atraso, el empeoramiento de la salud, la escasez de alimentos en las mesas pobres, la desesperanza, las enfermedades y la poca oferta de empleo, entre otros males. Por ende, la avalancha de todos esos problemas concurrentes crea el caldo de cultivo para la expansión e intensificación de la delincuencia común ya convertida en un modo distorsionado de sobrevivencia de los más vulnerables.
El dinero saqueado del presupuesto nacional para engrosar bolsillos y fortunas ajenas, es un recurso que se le sustrae al abastecimiento de medicinas en los hospitales públicos, son fondos que se restan a los servicios sociales o asistenciales del Estado, por tanto empobrecen más a quienes ya están en el fondo de los abismos sociales.