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Decir adiós

Decir adiós

Eduardo Álvarez

En escena. Nada como empezar: el espectáculo ha comenzado. Lo difícil es concluir, dar por terminado un tema. Un final infeliz puede incluso dañar lo que ya se ha logrado. Las entradas y despedidas pueden ganar aplausos. Los primeros, de felicidad; los segundos, de satisfacción. “Bien está lo que bien acaba”, nos sugiere Shakespeare.

Beltrán, joven conde de Rosellón, es llamado a la Corte del rey de Francia tras la muerte de su padre, y deja el castillo heredado de su madre. El rey de Francia (Carlos V, nombre no mencionado en el drama de Shakespeare) está enfermo de una fístula incurable. Elena, enamorada de Beltrán, concibe el atrevido plan de mudarse a París e intentar curar al rey mediante una receta que le dejó su padre. La madre de Beltrán, que ha descubierto el amor de Elena por su hijo, secunda el proyecto.

La historia nos lleva a un final espléndido, querido o no, frente al drama que desemboca en una despedida inesperada, sorprendente. Forzar situaciones plantea la posibilidad de ridiculizar o arruinar un buen trabajo. Aferrado al poder, en procura de un eterno retorno, comienza a recorrer el sinuoso tramo representado en desastrosas despedidas fingidas.
Tan pronto como se acercan sus últimos días, debe hacerse la idea de que su reinado ha terminado.

Pero la nostalgia del poder traiciona a menudo a quien no está dispuesto a irse en paz, con Dios con los hombres. Así como las aperturas, ya sean grandes o discretas, exigen resignación. La obra, conforme el orden de las cosas, espera que el personaje de que trata la historia abandone la escena discreta y silenciosamente. Todo lo que digas, a partir de ese momento, puede ser usado en tu contra.

La gracia de llegar está lejos de la que te acompaña cuando te vas y sales por la puerta grande. Nada más deprimente y patético que ver a un hombre empeñarse en contenerse y exhibir una gloria que ya lo ha abandonarlo. Lo sensato, en tales condiciones, es esperar sus últimos días con la altura de la dignidad que no ostenta, pero el destino reclama.

Las súplicas de los últimos días son a menudo lamentables. Lástima y aplausos no se mezclan. “Ve en paz, amigo mío, ve en paz». Es mejor así. La obra ha terminado. (Artículo publicado en diciembre de 2016, que la historia, con sus accidentes -¿o insistentes?).