Opinión

El amor nunca muere de hambre

El amor nunca muere de hambre

Rafael Grullón

Eran los tiempos en que el chele valía y un vecino vivía de hacer pequeñas alcancías de hojalata cuando nuestra madre nos enviaba al campo de vacaciones. En nuestro primer viaje por la Autopista del Este nunca imaginé que reviviríamos la experiencia de aquellos tiempos cuando vimos que la carretera pasaba por el patio de donde estaba la casa de mis bisabuelos, a los cuales solo se podía visitar atravesando potreros poblados de una yerba llamada pangola, que hoy la empacan para comercializarla como la más común de las mercancías.

Nuestros bisabuelos tenían colores inversos a los de los abuelos. Nuestro bisabuelo, que ya estaba en cama cuando lo conocí, se confundía con la noche y la bisabuela con el color de la cuaba.

Nuestra abuela era como el bisabuelo y el abuelo del color de la bisabuela. Los primeros permanecieron unidos hasta la muerte, pero cuando llegue a sus vidas, los abuelos ya estaban separados, aunque eran vecinos a la distancia del campo.

Cada mañana, el abuelo pasaba por el patio de la casa de la abuela y se recostaba de una mata de cajuil. La abuela le llevaba un jarro de café que se lo pasaba sin mediar palabras, y él regresaba a dejar el envase vacío encima de la barbacoa.

Nunca los escuché hablar. Al no sentirlo pasar en la mañana y el café quedaba sobre el fogón, en la noche, cuando uno de los nietos le lavaba los pies, la abuela le preguntaba «y al otro, qué le pasa».

Rumbo al conuco, el abuelo también bebía café donde una de su hija, donde una prima y en la casa de un nieto que estaba en camino real. El café que consumía durante su jornada, llegaba intacto al conuco.

Se había retirado de la parranda que lo separó de la abuela y había hecho con demasiado tiempo de antelación su ataúd, que terminó siendo guardadora de maíz durante la cosecha y sentadero de los nietos durante las tertulias de noche en el Bohío.
Nuestro abuelo tenía una bestia, reminiscencia de sus días de fiestas interminables, pero la bestia de color lazana, con los cabellos rubios como una estrella de Hollywood, solo era ensillada ante acontecimientos trascendentes y para amarrarla en el postrero había que tardar horas, hasta llevarla a una esquina donde no pudiera escapar.

El animal de nuestro abuelo era indomable, como la lengua humano, una bestia que muy pocos saben manejar.
De ahí que “las personas poderosas impresionan e intimidan por su parquedad”. Hay que ser austeros en las palabras, como nuestros abuelos, porque como decía Ninon Lenclos, la maipiola más brillante de su época: El amor nunca se muere de hambre, pero sí de indigestión.

El Nacional

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