POR: Julio Cury
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El dolo es uno de los vicios del consentimiento que menos se comprende. Sin ofrecer su definición, el art. 887 del Código Civil establece que “Pueden rescindirse las particiones por causa de dolo o violencia”. Ya en el art. 1109 el codificador sancionó con la nulidad el consentimiento “sorprendido por dolo”, de lo que se infiere que la obligación así contraída resulta ineficaz. Más adelante, el art. 1116 prevé el dolo como causa de nulidad “cuando los medios puestos en práctica por uno de los contratantes son tales que quede evidenciado que sin ellos no hubiese contratado la otra parte”.
Y finalmente, el art. 1117 consagra que la nulidad que apareja el dolo no se produce de pleno derecho, sino que habilita una acción de nulidad o rescisión. Pero, ¿en qué consiste el dolo? Los redactores guardaron silencio, lo que ha empujado a no pocos tratadistas a precisar su alcance como vicio de la voluntad.
Marcel Planiol y Georges Ripert consideran que “el engaño puramente verbal, sin ninguna maniobra que la acompañe, es suficiente para constituir un dolo”. Eugene Gaudemet, de su lado, expresa que “Basta una simple mentira, sin maniobras”. Y más recientemente, Francesco Galcano, en otro esfuerzo por delimitar conceptualmente la referida figura jurídica, expresa que “son engaños de que se ha valido un contratante sin los cuales la otra parte no habría contratado”.
No se trata, como erróneamente se cree, de un acto ilícito o fraudulento, sino de una artimaña deliberadamente empleada para atraer el consentimiento de la contraparte contractual. Si induce a la celebración misma del contrato, el dolo es principal, y si carece de esa virtualidad compulsiva, influyendo apenas en las condiciones de un negocio que la víctima estaba dispuesta a llevar a cabo, es incidental. Lo importante, sin embargo, es que en ambos casos apareja la nulidad del acto.

