La honradez no es una simple pose ni estribillo, sino demostración palpable, génesis, principios rectilíneos frente a sí mismo, los suyos y el país. Al parecer, en nuestra república, ser honesto es un peligro, amenaza, valladar, frente a actitudes indignantes de quienes preconizan que lo importante es “tener mucho dinero, bienes, lujos, mansiones” adquiridas algunas veces por el engaño, narcotráfico, corrupción pública y privada, agiotismo, robo, sin importar el buen nombre familiar y el ejemplo social. Se sabe que: “A quien pierde la honradez nada le queda por perder”.
Destacamos la existencia, en demasía, de hombres y mujeres honestos, capaces, timbre de orgullo nacional, quienes han adquirido fortuna y nombradía a base de trabajo enaltecedor y otros del legado moral de sus progenitores y sus antepasados, dignos del respeto y admiración ciudadana, quienes ayudan al progreso de la patria dominicana, y hay pobres y humildes honestos y verticales a plenitud.
Tenemos el ejemplo del griego Arístides, pues desde niño se mostraba firme en sus propósitos y quien, por intriga de su rival, Temístocles, fue condenado por el pueblo al ostracismo, pero antes de ello era necesario que se escribiera en una corcha el nombre de la persona que se quería desterrar y una cantidad de quienes debían ejercer el voto.
Y así, un hombre del pueblo que no sabía escribir, el día de la votación se acercó a Arístides a quien no conocía, solicitándole que escribiera el nombre de Arístides en la corcha.
¿Te ha hecho Arístides algún daño?, le preguntó éste al hombre?, y este respondió: “¡No; ni siquiera lo conozco”, contestó el humilde, “pero me enoja oír que todo el mundo le llama el justo!” Y Arístides escribió su nombre en la corcha, y se la entregó votando contra sí mismo, esperando el destierro. Esto se llama honestidad, integridad y valor.
El genial Arístides, el mejor recaudador de Grecia, manejó los caudales de la República diáfanamente, muriendo tan pobre que el pueblo tuvo que sufragar su entierro y adotar a sus dos hijas. Es considerado uno de los hombres más honestos de Grecia y del mundo, ayer y hoy.
Pienso que es mejor morir como Carondas que vivir con una negra soga arrastrada hasta la muerte.
En Sicilia, siglos antes de la era cristiana, el legislador Carondas hizo aprobar una ley que prohibía entrar con armas en la Asamblea del Pueblo; pero un día en que regresaba de perseguir unos bandidos, penetró en dicha asamblea sin acordarse que llevaba la espada al cinto. Cuando uno de los ciudadanos le dijo que violaba la ley que él mismo había dictado, él le respondió: ¡Al contrario! voy a mostraros como yo mismo la cumplo, y Carondas, con su propia espada, se quitó la vida.
El peligro de ser honesto, es que cuesta trabajo, sufrimientos, decepciones, penurias y lágrimas, pero vale la pena.
Tiene razón el queridísimo compadre licenciado Julio César Jiménez Silié (Mito), brillante economista sancristobalense, quien al no ser ponderado en la Comisión de la Cámara de Diputados como muchos aspirantes a la Cámara de Cuentas, no obstante sus diáfanas actuaciones en el tren del Estado al decirme: “¡Compadre! ser honesto es un peligro en la República.