El pasado miércoles, Adriano Miguel Tejada escribió para Diario Libre un formidable AM. Luego de resaltar la naturaleza bondadosa que caracteriza al dominicano, se quejó de que “los sistemas de sanción establecidos son ineficientes para lidiar con la maraña de complicidades que se ha creado”.
Le sobra razón, pues los órganos de administración de justicia responden, en buena parte, al partido oficialista. Hacen y dejan de hacer lo que es de utilidad política para quienes detentan el poder, y no huelga recordar aquí que las altas cortes fueron integradas a imagen y semejanza de los intereses y temores que asaltaban a quien en diciembre del 2011 presidió, con respaldo absoluto de sus demás miembros, el Consejo Nacional de la Magistratura.
De ahí el lamento de Adriano: “Lo único que le queda a nuestro pueblo, si desea vivir con cierta paz y dignidad, es imponer la sanción moral a los violadores, acompañada de ciertos gestos que desincentiven las conductas aberrantes que hacen tan difícil vivir en el país”.
Su exhortación es justamente el tipo de sanción moral que se ha impuesto en algunos países latinoamericanos que adolecen del mismo problema estructural: “No le celebre el dinero al corrupto. Al contrario, demuéstrele con su actitud que su conducta no es aprobada y que la corrupción nos empobrece a todos y degrada al país… tenemos que dejar de premiar a los corruptos… y tenemos que hacerlo por nosotros mismos, y por nuestros hijos y nietos”.
No sé si tuvo alguna relación con la sugerencia de Adriano, pero lo cierto es que en noches pasadas tres personas optaron por abandonar un restaurante inmediatamente después de percatarse de la llegada del ex Ministro de Obras Públicas, Víctor Díaz Rúa. Habrá quien alegue que al no haber sido penalmente condenado por decisión firme, este y cualquier otro al que el rumor público le pise los talones se beneficia de la presunción de inocencia.
Y es verdad, pero en lo que este país reorganiza sus instituciones, si es que algún día ocurre, es legítimo apelar al reproche moral.