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Leonel Fernández en la época uasdiana

Leonel Fernández  en la época uasdiana

El hombre entró al aula atiborrada de bachilleres, imberbes 011. Levantó la mano, dijo un buenas tardes como si acariciara algo con las palabras, y luego se colocó detrás del taburete que se empequeñecía ante su garbo y altura.

Todos lo miraron, no hubo pupilas que se distrajeran en otro asunto. Era la reverencia que se hace a quien se admira, ese seguimiento visual que se da a las estrellas fugaces. Todos guardaron un silencio respetuoso. Unánime, ese que solamente se da en las funerarias o ante figuras especiales.

Quien había entrado al aula 106 de Humanidades era un profesor de la asignatura Sociología de la Comunicación llamado Leonel Fernández, cuya sección siempre estaba llena, pues casi todo el mundo la seleccionaba rauda y gustosamente.

En esa época, en las universidades los profesores mediocres, los llamados “malos de la película” eran rechazados y vistos con horror sus nombres en las hojas de selección cuando impartían una materia y era casi obligatorio tener que tomarla con ellos. Pero, cuando el profesor era bueno, la situación era diametralmente distinta. Había que andar rápido pues la sección se llenaba en poco tiempo.

Yo iniciaba la carrera de Comunicación Social, empujado más que por ser o convertirme en un cuartillero más, por el criterio lógico de que era la profesión que más cerca estaba de la escritura o que era más afín para quien pretendía ser escritor.

En un mundo tropical universitario donde la mayoría gritaba, donde los profesores a veces hablaban aparatosamente, la figura de Leonel se destacaba. Hablaba suave, era un tono de voz casi vecino del susurro. No trataba de imponer criterios o pareceres. Cuando alguien discrepaba, él respondía sin hacer sentir mal al interlocutor, o mostrando el punto de vista que creía correcto de la forma más respetuosa. Tenía ese garbo inglés que siempre llama la atención y que hace brillar a quien lo posee.

Soc 133 se impartía (si la memoria no me traiciona) a las cuatro de la tarde. Era una hora en que el sol era fuerte, en que era casi imposible no estar sudando la gota gorda. Pero el profesor llegaba fresco como lechuga de mercado, calmo, con el rostro muy libre de impureza, casi como si hubiese salido de un baño sauna.

Entonces comenzaba a hablar, y de inmediato todos escuchaban. En su ejercicio de enseñar el profesor se ganaba el corazón de todos los estudiantes, pues en su disertación la belleza de la exposición era evidente.

No había duda: el profesor hablaba bonito, (según un amigo, a esos es que hay que temerle) el profesor de sociología tenía las de ganar con los estudiantes pues en aquel tiempo el correcto discursear, el que dominaba el arte de elucubrar unas ideas bien estructuradas siempre iba un poco más delante.

Sí recuerdo al profesor de historia dominicana, Euclides Gutiérrez Félix, de manera distinta, pues portaba un arma de fuego en la universidad y usaba lentos oscuros y se desplazaba más que como un catedrático como un agente del servicio secreto, a Leonel lo evoco parado en uno de aquellos tranquilos pasillos uasdianos conversando con alguien que se animaba a saludarle o a expresarle sus respetos.

“Ese profesor está buenísimo”. “No sé qué tiene. No es bonito, pero me encanta”, fueron algunas de las frases que escuché pronunciar a algunas de mis compañeras estudiantes. Y son frases que no olvida quien pertenece al género masculino, ya que uno siempre trata de hallar (con mala cara) las cualidades que las mujeres dicen ver en los hombres que gustan. Se trata en el fondo de desvelar el misterio de qué hace que las mujeres se sientan atraídos por determinado hombre.

Una de las cualidades que vi era que el hombre andaba solo, y únicamente tienden a tener esas características, los hombres de pocos amigos o los genios. Pero en esa época yo no reparaba mucho en ello, ni quería adivinar sobre aquel personaje que encandilaba a todo aquel que le quedaba cerca.

Pero, sí me parecía extraño que nunca lo viera hacer mucho pasillo o rondar en los grupos de profesores. Era como alejado al escándalo, a la exposición que pudiera hacerle daño. Su única vitrina era la cátedra. Era escuchado por otros en aquel escenario. Muchos años después se elucubraría que ya Leonel Fernández estaba preparándose para lo grande, que estaba destinado a hacer historia en la vida política de Quisqueya.

El tiempo, que todo lo pone en su sitio, colocó a aquel catedrático brillante en su justa esfera. Es cierto que encandiló a una generación de bachilleres inocentes, pero también que cuando estuvo en el pináculo de la política decepcionó a una más madura generación que consideraba que él estaba abocado a hacer o adelantar las transformaciones que él país necesitaba, y no lo hizo. Aquella verborrea bonita trajo parte de estos lodos y aguas negras que hoy a la patria encharca.

El autor es escritor y periodista.

El Nacional

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