Verdad marcada que nos habla de su viva existencia. Eternizada en el alma desde la cuna. Nos levanta cuando caemos, comprende sin entender, da sin esperar, consuela en la desesperanza, calma en la aflicción. Alegre sustento.
Compasiva y amorosa nos enseña y hace sentir el poder inquebrantable que hay en nuestra convicciones. Las mismas que nos inculcó desde niño, sin apartarse de nosotros, cuidando y construyendo nuestro futuro. Mostrándonos lo que hay de razonable y amable en todo propósito.
El lado cálido de su cama, como extensión de su almohada, siempre estuvo y estará disponible para calmarnos y devolvernos optimismo en medio de la tormenta. Igual, regocijo en las celebraciones.
Entre ella y nosotros nunca median conveniencias, condiciones, oportunidades, provechos ni términos aceptables. Sólo el amor, la dicha de llegar y estar cerca aún en la distancia. Cantar y reír en la alegría de verla -buenos ejemplos incluidos-, son su mejor legado. Invariablemente encantada de vernos.
Parte esencial de nuestro ser, vivirá siempre en nosotros, todavía luego de su partida -mi madre falleció hace casi tres meses-, cuidando nuestro sueño, fortaleciéndonos en las adversidades, enseñándonos con humildad que sólo el amor es infinito.
Que la fe mueve montañas, y que podemos y debemos escalarlas, no para que nos vea todo el mundo, sino para acercarnos y hacernos accesibles, con los mismos sentimientos de confianza, comprensión y compasión conque ella nos crió. Infundidos en cada uno de nosotros en tanto nos aceptemos como sus verdaderos hijos, dignos y agradecidos.
“Honra a tu padre y a tu madre”.
Por: Eduardo Álvarez
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