¿Quién tiene la libertad de crear palabras?
A propósito de las intensas nevadas registradas en los Estados Unidos de América a principios de enero pasado, leí una nota de la agencia de noticias Efe que informaba acerca del trabajo realizado por las maquinarias dedicadas a recoger nieve: “Las unidades quitanieves estarán en estado de alerta para desplegarse por Nueva York cuando sea necesario” (Hoy, 4-1-18, Pág. 9B). Quitanieves, escrito en una sola palabra, nombra un artefacto para limpiar de nieve las vías.
Aquí no necesitamos tal aparato, pero el vocablo nos enseña a nombrar, si la inventáramos, una máquina quitalodo, quitapiedras o quitahojas, voces que por el momento nadie verá en el Diccionario que, como quitanieves, corresponde a la estructura verbo más sustantivo, igual que cubrecama, quitamanchas, sacacorchos o hiedevivo.
La norma académica no contradice la libertad de los hablantes para formar palabras, más bien orienta esa potestad, la encauza conforme al perfil de nuestro idioma.
El léxico está sujeto a influencias extralingüísticas, como el origen mismo de la lengua española, que fue producto de acciones políticas del imperio romano en su afán de dominio.
En tal sentido el léxico recibe influencia del devenir político, económico, tecnológico, pero siempre aguijoneado por la necesidad comunicativa de los hablantes.
El origen de las palabras obedece en gran medida a circunstancias y realidades concretas. Por eso unas palabras aparecen y otras desaparecen. Por ejemplo, hace dos o tres décadas los dominicanos conocimos el vocablo bíper (del inglés beeper).
La evolución tecnológica ha traído otros recursos para la localización de personas y el aparatito así denominado desapareció, pero ha dejado como herencia el verbo bipear (toque telefónico breve que significa llámame). Por igual se llama bíper a la acción de bipear.
No siempre los hablantes del español estarán pendientes de que los vocablos que emplean en su vida de relación hayan sido incorporados al Diccionario de la lengua española, de hecho el predominio de concepciones puristas ha retardado la inclusión de muchos términos de uso habitual, por lo que es de esperarse que los académicos estén – o estemos- al tanto de como habla la gente para dar cabida a sus palabras en el repertorio oficial. Es la orientación que rige las academias de la lengua española.
Hay quienes se quejan de la normativa, y por lo común el lamento suele ser injustificado, puesto que la normativa guía acerca de la escritura de las palabras creadas por los hablantes a partir del origen de estas.
El español dominicano, para citar un ejemplo, se ha enriquecido a partir de una marca de vehículo utilitario, aparecido en los años cuarenta del siglo XX, presumo que el primer todoterreno conocido aquí. Me refiero a Jeep, que se pronuncia yip, y por un acomodo fonético los dominicanos lo hemos llevado a yipe, voz de la cual han derivado yipecito, yipeta, yipetón, yipetudo, yipetocracia.
Es que toda realidad, acción, objeto o cualificación requiere de una palabra que la designe y si faltara ese vocablo en nuestro idioma, hay que crearlo. Ahí radica la libertad del hablante. El condicionamiento viene dado en que primero ha de recurrirse al patrimonio léxico del español. Muchas palabras de uso regional conviven con los vocablos del español general.