El idioma y la libertad viciada.-
La organización de la vida en sociedad demanda el establecimiento de normas, las cuales suelen ser poco gratas. Las reglas de tránsito, por ejemplo, sobre todo si contradicen nuestro interés inmediato, resultan desagradables y se tornan en tormentos para algunos espíritus que se definen libertarios. ¿Acaso pueda alegarse que esas regulaciones conllevan limitaciones a la libertad de circulación que corresponde a los ciudadanos?
Nada hay más parecido a las reglas de tránsito que las pautas gramaticales. ¿Quién disfruta conducir un automóvil en una ciudad carente de señales, semáforos o agentes de tráfico? Me parece que en esto solo encontrarán placer quienes gozan andar en el desarreglo.
Quizá no sea aventurado afirmar que quien se solaza en el desorden lleva la conciencia atropellada, y es lícito intuir que ha de ser un sujeto patológico. Referiré un caso sencillo, que encierra libertad y restricción en el uso del idioma.
A quienes se permiten ignorar alevemente la tilde que marca el acento de las palabras, o que dejan esa labor a la computadora, puedo mostrarles decenas de tríadas de palabras cuya categoría gramatical depende de la sílaba en la que se haya colocado el acento ortográfico, acción que a su vez determina la forma en que habrá de pronunciarse el vocablo. De modo que podremos escribir:
a) Médico b) Medico c) Medicó
a) Vómito b) Vomito c) Vomitó
a) Prólogo b) Prologo c) Prologó
a) Título b)Titulo c) Tituló
a) Diálogo b) Dialogo c) Dialogó
Se aprecia con facilidad que en cada caso el primer vocablo es un sustantivo y palabra esdrújula; el segundo es forma verbal, primera persona, presente del indicativo del verbo cuya base representan (medicar, vomitar, prologar, titular, dialogar) y el tercer grupo corresponde al pasado perfecto, tercera persona, singular, modo indicativo del verbo en cuestión.
No hay libertad absoluta en la tildación de las palabras, el acento radica en la pronunciación y se marca para facilitar la lectura cuando se trata de la lengua escrita. La tilde, como los signos de puntuación, tiene por función dotar a lo escrito del sabor y la naturalidad de la lengua hablada.
Otra cosa, ¿quién dijo que en la lengua española los signos de interrogación y de entonación al inicio de la oración han sido suprimidos? ¡Eso nunca! Se trata de elementos propios de nuestra lengua, parte importante de su carácter, dignos de ser imitados por otros sistemas lingüísticos. La libertad de suprimirlos en que osan algunos es un vicio y como todo vicio favorece el desorden y el desconcierto.
A propósito del aspecto fónico procede señalar como una desvirtuación la libertad que se otorgan muchos dominicanos al cambiar el sonido de la J (jota) por el de la consonante Y (ye), lo cual se muestra como corriente en cascada en nombres de personas de unas décadas hacia acá.
Digamos que la norma académica no puede arrogarse el derecho de interferir en la escogencia del nombre para una criatura, pues se trata de una indiscutible prerrogativa de los progenitores. Quien declara al recién nacido ante el oficial de estado civil podría nombrarlo conforme al patrón de su preferencia, incluida la amplia oferta de nombres iniciados con J tan usados últimamente: Joel, John, Jony, Josanny, Josiris, Janel, Josemy, Julissa, Jeremy, Jolesimy, Jazmín, Janet, Jansel, Jessica, Jeneisi, Jamiris, Jocasty, July, Jensi, Joheli, Joanna, Joahn.
La libertad de quienes escogen estos nombres o de quienes los lleven, termina cuando se pretende que quienes traten a estas personas, deben pronunciar tales apelativos con el sonido de ye, siendo como es, la letra inicial una jota. Similar exceso es requerir que nombres que se escriben con G inicial como Geanilda, Georgina, Gisel, Gina o Gilda sean pronunciados Yanilda, Yoryina, Yisel, Yina.