La reforma constitucional siempre deberá ser el resultado de un pacto político y social capaz de convocar el mayor nivel de representación, precisamente por tratarse de la norma fundamental del ordenamiento jurídico que traza las pautas generales de la vida de un Estado y su pueblo.
Es un principio que nace con el espíritu democrático que durante los siglos XVI, XVII y XVIII, tuvieron en el Renacimiento, la Ilustración y la Revolución Francesa de 1789 las más altas expresiones de rechazo a lo que se le conoce como ‘‘viejo régimen imperialista’’ para dar paso a los gobiernos constitucionalistas y al soberano la capacidad de dar y quitar el poder.
Esos mismos vientos libertarios tuvieron sus influencias en el pensamiento político de Los Trinitarios que, luego de librar varias luchas internas y externas lograron imponer la Independencia Nacional y con ella una Constitución que declaraba la soberanía del naciente Estado.
Sin embargo, la resistencia del viejo régimen al constitucionalismo democrático quedó plasmado en el artículo 210 de Pedro Santana y sus plenos poderes como una célula cancerígena que amenazó con la vida de una democracia en pañales.
Desde entonces, la Carta Magna ha recibido 39 reformas, la mayoría impulsadas por el malsano interés de la perpetuación del poder político.
Ese hilo histórico de cambios constitucionales refleja una guerra antagónica entre los conservadores y su concentración de poderes, y los neoliberales que aspiran a un Estado de Derechos que democratice cada vez más el acceso y el uso del poder.
Por lo que, ponerle candado a esa facilidad con la que históricamente los gobernantes de turno modifican la norma esencial del país para garantizar el continuismo, es una tarea que pretende asumir el actual mandatario, Luis Abinader, pero esas metas, desde la primera ley sustantiva el seis de noviembre de 1844 hasta nuestros días ha tenido que enfrentar la resistencia feroz de quienes apuestan al mesianismo político cercenador de jóvenes liderazgos.
Pedro Santana, uno de los caudillos más dominantes en el escenario político nacional, durante la segunda mitad del siglo XIX, fue la representación fiel de ese despropósito. Entonces, no es de extrañar, 180 años después, que la actualización del sistema jurídico, el candado para las futuras reformas a la Constitución, la democratización del acceso y el uso del poder, y sobre todo las garantías del relevo generacional encuentren algunos resabios entre los viejos caudillos.
Finalmente, como resultado del acuerdo posible, deberá imponerse el espíritu de la mayoría sobre la minoría, regla de oro de la democracia que gobierna al Estado y su pueblo apoyado siempre en la Constitución, la misma que en su artículo 40 párrafo 15, revela unos de sus principios más valerosos al sentenciar que “la ley solo puede regular lo que es justo y útil para la sociedad”, un mandato que deberá convertirse en la piedra angular del pensamiento reformista actual con el presidente, Luis Abinader, a la cabeza.
La democracia de una nación será tan sólida como también lo sea la Constitución y sus leyes. La Democracia no puede seguir arrodillada ante el personalismo y los resabios históricos, 180 años después.
Por Nelson Mateo