En la edición nº1-2 de la publicación soviética “Sovremennaia Arhitektura” del 1930, el editorialista de esa revista especializada escribía:
“Tanto los pueblos como las ciudades, no corresponden a las necesidades actuales. Obstaculizan el desarrollo racional de la industria y de la agricultura y el desarrollo de nuevas relaciones entre los hombres. La vieja concepción de la vivienda campesina patriarcal o pequeño/burguesa, la vieja concepción del angosto alojamiento unifamiliar para los obreros y empleados se diluyen a ojos vistas” (Cecarelli et al: “La construcción de la ciudad soviética”, 1970).
Ese editorial no constituía una voz solitaria en aquel vasto escenario de transformaciones sociales de la Unión Soviética. En esa misma edición, Le Corbusier se había carteado con Moise Ginzburg, advirtiéndole:
“Debes tener presente que las estadísticas mundiales indican que la mortalidad es menor en el caso de población concentrada; (la cual) disminuye desde el momento en que la población se concentra (…) Ten presente que la arquitectura contemporánea persigue una inmensa tarea: organizar la colectividad”.
Tanto el editorial de la “Sovremennaia Arhitektura” como la carta de Le Corbusier a Ginzburg, respiraban una preocupación común: el hombre, el ser humano y, con ella, la preocupación sobre del problema de la organización de la ciudad. Es decir, hombre y organización conforman la esencia de la ciudad.
El propio Frank Lloyd Wright, cuya visión de la arquitectura creó la más poderosa impronta en el desarrollo de las ciudades, no podía concebir una ciudad sin espacios amplios vertebrados al horizonte infinito; sin esa ligazón de tierra, verdor y cielo abierto. Para Lloyd Wright la ciudad era el “otro” estar del hombre, su hábitat subsiguiente. Por eso los japoneses —a quienes él debía tanto— lo adoptaron para reintegrar la gran arquitectura a la naturaleza.
Posiblemente el gran mérito de este formidable creador fue el de visionar esa ciudad cibernética cargada de robots y de un tráfago incesante y agotador, debido al empuje de las premuras. Él vio aquello que ya Toynbee señalaría en Oxford sobre la dispersión abrumadora entre la “arcaica ciudad de caballo y carbón y la moderna de petróleo” (“Cities on the move”, 1973) y que el historiador separó con un enunciado de sentencia:
“Entre las dos, me quedo con la primera porque la segunda es una especie peor de ciudad que su predecesora en el vital —o letal—punto de congestionamiento de su tránsito”.
Pero el caos no se origina desde una sola esquina. El caos, como el que estamos viviendo los habitantes de la capital y Santiago, proviene de un cuadrilátero cuyo protagonismo se horizontaliza en los viejos y obsoletos drenajes de aguas negras, taponados por los plásticos, el abrumador congestionamiento del tránsito vehicular, el ruido y la polución, cuya infernal síntesis se puede aquilatar en las muertes provocadas por los accidentes viales, el cólera, el dengue en expansión y la histeria alojada en las tragedias domésticas.