Nuestra soberanía está dividida en tres partes separadas entre ellas. Como decir que, para el caso, no es absoluta. Una, representada en el coto político que la sentencia 168-13 del Tribunal Constitucional (TC) protege celosamente; otra, económica –enfocada en los negocios-, alterada apenas por manejos menores de gobernantes dominicanos y haitianos; también, la territorial, la que en verdad afecta a los diez millones de dominicanos, por el ineficiente e interesado control fronterizo y migratorio local.
Torpe manejo que nos devuelve a un pasado marcado por odio que se ha ido diluyendo, sino solapando, con integración comercial. Edwidge Danticat, afamada escritora haitiana, muestra sus garras en uno de los cuentos cortos recopilados en ¿Cric? ¡Crac!, título tan provocativo como extraño. Mil novecientos treinta y siete es un cuento que compendia, es verdad, el odio de varias generaciones, ocasionado por la matanza masiva de nuestros vecinos por el orden de Trujillo. “[…] como siempre hacía mi madre cuando visitaba el Masacre, el río que separa Haití del país hispanoparlante que nunca me dejó nombrar porque yo había nacido la noche en que el Generalísimo, el Dios Trujillo, el honorable jefe de Estado, había ordenado matar a todos los haitianos que vivía allí”. Obviar estos sentimientos es como tapar el sol con un dedo.
La actividad comercial y profesional con un sostenido crecimiento ajena a las contradicciones políticas confirma la vigencia de un país económico abrazado a un vecino que lo acoge. El suministro de materia prima para la industria, materiales de construcción y alimento registran cifras apreciables. Lo mismo ocurre, en el área de servicios profesionales calificados para la construcción de obras públicas y privadas. La burguesía haitiana confía el diseño y levantamiento de sus edificaciones, incluyendo viviendas, a reputados arquitectos e ingenieros dominicanos, lo cual resulta beneficioso para este lado.
Mientras este sector se mantiene apartado prudentemente, un complejo entramado político procura impedir, a través del TC, que varias generaciones de ciudadanos dominicanos descendientes de haitianos compitan en el accionar partidista para ocupar posiciones públicas. Nada indica que haya un propósito nacional en esa decisión, mucho menos en este aspecto.
Por el contrario, el número de haitianos ilegales sigue en aumento. No ha sido sofocado un mal peor, como lo es la constante y masiva penetración ilegal de haitianos, usualmente enfermos y carente de las elementales normas de salubridad, con una cultura de violencia que tiende a perturbar la convivencia local.
Eduardo Álvarez
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