Anárquicamente desarrollado, urbanísticamente acelerado, —y por demás— abundantemente poblado, el Gran Santo Domingo es un megaespacio de variopinta diversidad, conformando una unidad, en donde el desorden es el «pan nuestro de cada día».
Lamentablemente, en esta metrópolis nada tiene su lugar, y todo es un inexpugnable mejunje que termina degradando a niveles extenuantes la vida de la ciudadanía: una discoteca comparte las mismas aceras con un colegio de monjas; un drink coincide en perímetro con un área residencial; un prostíbulo convive en los alrededores de viviendas familiares; un hospital coexiste alegremente con un taller de mecánica. La disparatada lógica dominante luce no tener perspectiva del progreso de la ciudad.
En Amsterdam, Hamburgo, Praga, Tijuana, Ginebra, etc., cuentan con lugares en donde las relaciones reinantes están bajo el dominio licencioso del dios Baco.
Aquí, unas tonantes bocinas de un colmadón impiden el sueño reparador en un barrio, por lo que considero llegado el momento de organizar esta distopía urbana que golpea a diario a las personas.
Pienso que se hace perentorio separar de una vez y por todas, el sagrado descanso de la gente en sus hogares, del entretenimiento y la diversión desmedida que incrementa la violencia y acentúa el caos.
Ese parteaguas lo vendría a representar la creación de una zona roja, entorno capitalino tolerante en donde la diversión, la música estridente, la prostitución, etc., sean permitidos bajo la estricta vigilancia de las autoridades (Policía, Salud Pública, etc.)
Una «Ciudad del Pecado» convertiría en un «microuniverso» deslindado y con reglas claras, a toda la industria del placer.