Al margen de valoraciones en el ámbito de la religión o de cualquier otra naturaleza, lo cierto es que en la Navidad y en los primeros días del año nuevo, las personas asumen una actitud muy distinta a la del resto del año.
Siempre he lamentado ese cambio radical en el estado de ánimo. Por eso, cada vez que tengo la oportunidad de decir algo a propósito de la época, insisto en lo mismo.
En la necesidad de no hacer de esa conducta algo circunstancial, sino hacerla constante hasta que se convierta en lo normal.
La gente depone sus miserias desde que la brisita de la temporada empieza a acariciarnos.
La tolerancia se incrementa; la generosidad se manifiesta; la solidaridad se expresa y todo, al parecer, lo asumimos con un espíritu que propicia la armonía y la buena convivencia.
Poco tiempo después, todo pasa y se vuelve a esa competencia, a veces callada, casi imperceptible, pero siempre feroz, en que tantos conciben su propio éxito única y exclusivamente sobre la base del fracaso de los demás.
Pobres, carcomidos por la envidia y el egoísmo, no se percatan de que la suerte de los demás, de una u otra forma nos impacta.
En ese sentido, lo único auténticamente sabio sería auspiciar la bonanza y el bienestar ajenos.
Algo parecido a esto ocurre ante las muertes súbitas, de manera particular de personas relativamente jóvenes. Al calor de la tragedia, todos proclaman que la vida no vale mucho; que no hace sentido vivirla mal.
Juran que cambiarán sus hábitos; que disminuirán los ritmos; que dedicarán mayor tiempo a disfrutar más; que destinarán sus mejores empeños en acumular menos cosas y más recuerdos.
Apenas abandonar el camposanto, todo queda atrás, no solo el difunto, sino las lecciones que debieran derivarse de su partida repentina y retornan a las mismas rutinas cotidianas en las que van dejando jirones de sus vidas, desperdiciados en acciones merecedoras de mejores causas.
Hoy, en este segundo día de este 2024, doce meses de tantos desafíos para el país y su institucionalidad, me temo que asistamos a una reiteración de esa triste historia, en esta ocasión exacerbada por las despiadadas armas a las que suele recurrirse cuando de determinadas contiendas se trata.
Ojalá y las batallas que se acercan, no vuelvan a poner en escena las peores versiones de nosotros mismos. La nación que legaremos a nuestros descendientes, no lo merece.