La República Dominicana está en el mismo trayecto del sol, decía nuestro poeta nacional don Pedro Mir; pero habría que agregar que también está en el mismo ojo del huracán.
La temporada ciclónica, que se inició el 30 de junio y concluye el 30 de noviembre, no es una simple referencia meteorológica, sino un recordatorio doloroso de nuestra vulnerabilidad colectiva, una prueba recurrente para gobiernos y gobernados, que seguimos expuestos al capricho de la madre naturaleza, con la cual no se discute ni se compite, Melissa lo acaba de demostrar.
Desde 1979, cuando el ciclón David y la tormenta Federico dejaron el país hecho escombros, la historia se repite. Aquel país en pañales institucionales, con una sociedad desconectada de la modernidad, vio morir miles de sueños entre el lodo y los escombros.
Décadas después, en muchos lugares, las familias desplazadas siguen allí, levantando sus casas con trozos de esperanza y pedazos de zinc, resistiendo el paso del tiempo, la indiferencia y la pobreza, a la cual le han ganado la batalla, pero no la guerra.
Olores nauseabundos, cañadas que se convirtieron en calles y zonas de alto riesgo transformadas en barrios, son hoy la huella de una tragedia que nunca terminó.
Y mientras los políticos de todos los colores han preferido mirar hacia otro lado —por miedo al costo electoral—, la vida ha seguido perdiéndose entre promesas, discursos y campañas de ocasión.
Frente a esa realidad, el presidente Luis Abinader ha dado un paso trascendental y valiente: impedir que se reconstruyan o levanten viviendas en zonas vulnerables. Una medida que va más allá de la coyuntura; es una decisión ética y humana, aunque políticamente riesgosa.
ELVIS LIMA
LIMAFUERADERECORD@GMAIL.COM
 
 
 
                                      
             
             
             
             
  
                                 
                                 
                                 
                                 
                                