Opinión

A rajatabla: La maldición del tiempo

A rajatabla: La maldición del tiempo

La muerte es una consecuencia natural que tiene como requisito a la vida; quien nace morirá indefectiblemente, pero solo quien muere consiente ese designio y únicamente después de morir. En su sano juicio, el vivo aspira a la eternidad. Quizás por eso es que la muerte ajena duele tanto.

No hay forma de describir la muerte de una madre. Dicen que se parece a la de un hijo, por lo que hay que consolar con mayor ahínco a los mortales que han sufrido ambas desolaciones, igual al dolor que causaría taladrar el alma.

Al reflexionar hoy sobre la muerte de mi mamá, acaecida el jueves, me pregunto si algún hijo ha logrado corresponder siquiera mínimamente al caudal de amor que incesantemente brotó de esa mujer, cuyo vientre bendito nos sirvió de primera morada.

Buenos amigos me consuelan con decirme que fui un buen hijo, que cumplí cabalmente con mis deberes y obligaciones para con Ana, pero no he podido convencer a mi corazón que cree que no le di más de lo que ella deseaba, que era más tiempo para estar a su lado.

Juan Bosch me dijo una vez que el tiempo era su peor enemigo, porque transcurría tan rápido que le impedía concluir en el calendario deseado proyectos vitales para la democracia y la libertad de nuestro pueblo. Hoy, con dolor, le doy la razón al maestro.

Mi madre fue una obrera que por más de 30 años laboró como operaria en la imprenta Sucesores García, en la Ciudad Colonial, donde se imprimía la Gaceta Oficial. Con los cheles que ganaba mantuvo la familia y financió mi educación. De ella aprendí a no temerle al trabajo.

Desde muy temprano en la vida he cumplido una agotadora jornada diaria de trabajo que se inicia en la madrugada y concluye a prima noche, como periodista, maestro, abogado y funcionario público, y antes como lustrador de zapato y aprendiz de zapatería, sin llegar a aprender cómo se clava una tachuela.

El tiempo es el culpable de este dolor, aunque mi corazón quiere condenar a mi conciencia, por no haber empleado más días, horas, minutos y segundos para estar al lado de mi mamá. Las manecillas del reloj corrían velozmente cada vez que visitaba a la vieja en su poltrona, a pesar de que mandaba a comprar al colmado un par cervezas para combatir el calor de su sala de muñecas.

Al agradecer, junto a Belkys, mi hermana, las muestras de solidaridad de nuestros amigos, me permito aconsejar a quienes tienen la dicha de tener a sus progenitoras vivas, que no acepten las cadenas del tiempo ni de los compromisos para que disfruten de ese ser tan sublime a plenitud, sin tener que sufrir después su muerte y la maldición del tiempo.