Desde que el presidente fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, seleccionó El fin del poder, del venezolano Moisés Naim, como el primero de su Club de Lectores, el libro se ha convertido en obra de consulta de millones de lectores en todo el planeta. Efecto indudable del poder de las redes sociales como medio de comunicación e instrumento de alienación con apariencias participativas y democráticas que las hacen atractivas. Las teorías de Naím acerca de lo cambiante y vulnerable que es el poder político, económico y social, se nos presentan ahora como nuevas, más bien inéditas, gracias al asombro provocado en Mark Zuckerberg. Bill Gates había expresado, meses atrás, una muy buena opinión sobre el libro.
A nosotros no nos queda más remedio que ir a la zaga de estos genios y magnates del negocio de la Internet.
Sin embargo, creemos que el tema invita a rastrear unos que otros referentes o antecedentes en lo que tiene que ver con las debilidades y temporalidad del poder. Napoleón Bonaparte entendía que la autoridad es siempre disputable. Encuentra hombres siempre dispuestos a combatirla. “Mi autoridad no era otra cosa que una magistratura temporal”, agregando a tales reflexiones que “nada destruye más la confianza en cualquier gobierno que la previsión de un cambio inevitable.” Confinado en Santa Helena, los postreros días le permitieron pasar revista a sus victorias y fracasos. Revelar, así, tretas utilizadas para hacer creer que su poder estaba fuera de las posibilidades de cambio. Pero admite que la falsedad, los artificios que necesitaba para sostenerse, contribuyeron a desacreditarlo, cayendo en el desprecio que inspira lo débil: “Todo lo falso es débil”.
“No temáis a la grandeza; algunos nacen grandes, algunos logran grandeza, a algunos la grandeza les es impuesta y a otros la grandeza les queda grande”. Shakespeare dedicó muchas de sus obras a cuestionamiento de las fuerzas insondables del poder, sin dejar de vincularlo a la condición humana. El drama humano siempre ha sido inherente a la tragicomedia del poder, sobre todo el político, asociado a las pequeñas cosas que convierten al hombre en objetos y sujetos del engaño. Cuestionan la grandeza que se supone consustancial a la autoridad suprema.
Que Leonel Fernández haya sucumbido y retornado a la ordinaria condición de un ser vulnerable, finito, aferrado a la frágil franja de la impunidad judicial, nos advierte sobre las penosas consecuencias del endiosamiento de los que se dejan llevar por el falso espejismo del poder. La caída en desgracia del presidente de Guatemala, Otto Pérez Molina, enseña las crueldades que trae consigo la pérdida del favor popular, eclesiástico y empresarial.
Cercanos colabores, hasta hace unos días, le han dado la espalda, como habitualmente ocurre en estos casos: “Tenemos un presidente que da vergüenza, es un impresentable”, contundente epítetos del sector conservador, indicando las fronteras que separan el poder político del económico.