Las noticias insisten en todo tipo de detalles escabrosos en torno a la pandemia del coronavirus. Dependiendo el lado ideológico de redactores y medios, las líneas argumentales giran en torno a cambios económicos, transformaciones sociales, estancamientos, incluso nuevas perspectivas de las narrativas globales. En fin, hay líneas para cada tipo de lectura.
Nunca más que ahora ha sido tan evidente la abrumadora capacidad de generación de contenido que tenemos en este tiempo. Son odiosas las comparaciones, pero, entre lo que fue la peste de la Edad Media, cuando los religiosos pusieron de moda flagelarse en público con sus largas jornadas de caminatas de un punto a otro entre cánticos y oraciones que además de promover el miedo, difundieron el contagio, al distanciamiento social de hoy, hay una enorme diferencia. Lo mismo con los días de la Gripe Española.
En todos esos casos la falta de información real y a tiempo dio pie a mitos, a falsos tratamientos y a oportunidades mayores para los contagios. Claro, siendo un poco cínicos también nos legó un modo apocalíptico de leer las pandemias con sus muertes. El séptimo sello es una prueba mínima de la morbidez que despertaron las enfermedades y sus temores en las artes.
Son populares las historias de artistas que escribieron sus obras en cuarentena o situación de miedo como el generado en la época de los misiles nucleares. De estos momentos de tensión surgieron obras y corrientes de pensamiento que influyeron luego en el modo en el que la cultura popular asumía estos temas.
Marcianos invasores, guerras del fin del mundo, literatura de fantasía fueron de las que surgieron en torno a escenarios de cataclismos. Hace poco el escritor español Jorge Carrión decía en Twitter que en medio de la pandemia surgirían probablemente dos tipos de literaturas; una recrearía distintas formas de la pandemia y el confinamiento, la otra tendería a la evasión, la fantasía absoluta.
Y la perspectiva de Jorge no es nueva, viene sucediendo desde que los artistas asumieron las creaciones artísticas.
De hecho, históricamente los críticos y creadores han insistido en que la literatura, la pintura, la música, toda forma de arte tiende a interpretar la visión que posea el artista de su tiempo. En otros casos, se trata de facilitar un modo de escape al encierro del creador; la ensoñación o el idilio con lo imposible, con él “y sí…” abre la espita al distanciamiento.
La imaginación es la respuesta inmediata a los resultados de escenarios en los que el miedo roe el habitad natural de los animales creadores.
Se transforma en el llanto de los ayayay, las criaturas horrorosas que en “La historia interminable”, la novela de Michael Ende, creaban las más bellas filigranas de plata con sus lágrimas. La imaginación, a riesgo de la cursilería que significa, funge en el relato cotidiano, bajo una lectura estructuralista, como ese llanto.
Pero, en medio de su caudal, si se puede decir así, choca de frente con un muro, los sentidos. William Carlos Williams en el prólogo a Cora en el infierno, lo expresa cuando dice que los sentidos no están a la altura de la imaginación, y ahí descansa según él la posibilidad de hacer buen arte.
Para recoger un poco la baraja, por un lado hay una dimensión hacia lo desconocido que se abre al pinchar en un enlace que te lleva a otro y otro y otro y así en un bucle alucinante, perturbador. Las noticias se convierten en la cámara creada para desquiciarte; son aquel cuartito de “1984” en el que se representaban tus peores temores, la mejor arma jamás creada por El Gran Hermano.
En otro extremo, digamos en la otra esquina, con una contextura ágil, casi de revoloteo, la imaginación. En este lado del cuadrilátero ese peso pluma tiene la facultad de la epifanía que aparece en cada cuento de Mary Flannery O’Connor.
Es decir, así como en sus historias, los personajes se acercan al descubrimiento de un conocimiento mayor a sí mismos a través del sufrimiento o la sordidez, hasta convertirse en teoría en mejores seres, la imaginación cierra el portal que se abre con ese primer acceso al enlace de las noticias y pone en marcha al otro contrincante, uno que golpea a fuerza de salirse de casa, de lanzarse a través de los campos en caballos, dragones, naves o botas de caminantes.
A la vez, y esa es la parte utilitaria de la imaginación, se genera un modo diverso de interpretación. De cuando en cuando con el riesgo de dejarse cautivar por las teorías de conspiración, daños colaterales.
Pero, en la mayoría de los escenarios, las artes, las buenas obras de arte, abren una espita mayor, lejos de la paranoia, cercana a la necesidad de construir que generan los poemas de Nichita Stanescu, la ansiedad de acción nacida de Leila Guerriero o las compuertas abiertas a signos de interrogación que vienen con los góticos norteamericanos.
Dicho más simple, si bien hay quienes en medio de encierros crearon grandes obras, también la imaginación tiene un pasadizo libre de túneles sanitizantes y mascarillas.
Esto parece una prédica dirigida a los feligreses de la lectura o la apreciación artística, ¡zafa! Más bien es el principio de una reflexión en torno a los detonadores del encierro, los alelos generados a partir de la cópula entre el miedo, el dolor, la idealización del sacrificio y la última voluntad previo a convencerse del Apocalipsis de las noticias.
El autor es periodista.
Por: Belié Beltrán jbeltran03@gmail.com