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Aquel debate

Aquel debate

Efraim Castillo

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(Una idea puede convertirse en polvo o en magia, dependiendo del talento con el que se frote —William «Bill» Bernbach [1911-1982])

La publicidad -dentro de su contenido informático- forma parte de la publicística, la ciencia del periodismo que nació en Alemania (1916)-, y agrupa «todas las disciplinas de la información» (Prakke, 1977). Por eso, la publicidad es comunicación social y el entretenimiento contenido en su estructura debe responder, ante todo, a lo intrínseco del mensaje, a su contenido interior, como un plus, como un bono del propio anuncio.

De la misma forma, el periodismo -y la publicidad debe considerarse como periodismo utilitario- tampoco es entretención, pasatiempo, sino información pura. Pero Zillé sitúa esa información como una «eventualidad, un entretenimiento» y, de ñapa, «información»; como si la publicidad debería ser bufa, cómica, un vaudeville creado para que los consumidores se diviertan.

Pero el arroz-con-mango de Zillé nos da más, mucho más. Dice el francoitaliano: «En todo el mundo la problemática de la publicidad es planetaria y hay que tener verdaderamente mucha mala fe o mucha ignorancia para enfocarla a nivel local, todos los publicistas que aún tienen un mínimo de dignidad humana y profesional, se están dando cuenta del papel importante que puede desarrollar la publicidad, directa o indirectamente» (sic).

Es decir, Zillé insiste en que la publicidad debe responder a una estructura creativa internacional, obviando las singularidades culturales locales, que son las productoras de la literatura, del cine y de los lenguajes estéticos autóctonos. Por eso, en la publicidad debe primar lo local sobre lo universal, exceptuando lo concerniente a los productos transnacionales, y esa es la razón que marca la diferencia de un mensaje creado para un consumidor sueco o árabe y de uno producido para un dominicano o mexicano.

La cultura local no sólo cambia la estructura de la publicidad, sino que transforma la propia estructura del mercado. ¿Para qué vender alisadores de pelo en China? O viceversa, ¿para qué vender rizadores de pelo a una tribu africana?.

Pero como Zillé habla mucho, lo lógico es que yerre mucho. Como cuando arguye que «la publicidad, tal como la vida, no necesita ni de genios, ni de héroes para su evolución y autoperfeccionamiento»; contradiciéndose luego cuando explica que en Unitrós-Extensa «nos ganamos la estima, el respeto, la confianza y la simpatía del cliente, única y exclusivamente con pruebas tangibles y concretas de nuestra profesionalidad, original y exclusiva».

O también, cuando contradice lo expresado anteriormente sobre la publicidad como entretenimiento, afirmando que «la función de la publicidad no consiste solamente en convencer al público de manera más o menos aburrida o divertida…». ¡Válgame, Dios! Por favor, Zillé, dime, ¿en qué quedamos?

De todo esto, he extraído una tajante conclusión: debemos tener cuidado, ¡mucho cuidado!, con algunos sujetos que nos caen por aquí de vez en cuando, porque aún nos siguen usando como desahogos para sus escapes emocionales o amasamientos de fortunas. Y, muchos, más que como trampolín, aún nos ven vistiendo taparrabos.