Los poetas ya no caminan y la pobre poesía
La ciudad se ha vuelto caótica, peligrosa, apabullante, una ruda metáfora de lo que sucede cuando las cosas crecen sin planificación, cuando inescrupulosos ingenieros se alían a gobiernos sin imaginación para crear un espacio donde ya desplazarse en vehículo es un imposible, y donde caminar con cierta libertad es parecido a una quimera.
Siempre he tenido la curiosidad de contemplar desde un avión o helicóptero cómo se ve desde arriba la ciudad a una de las horas llamada pico, cuando en la vía pública confluye la mayor cantidad de conductores que ha hecho de ir sobre ruedas una obligación y a la vez frustrante rutina.
Sin embargo, si la ciudad ha tomado el rumbo de lo caótico y heteróclito, muchos de nuestros poetas se han vuelto meticulosos, haraganes, conservadores, buscadores de una seguridad asquerosa, perpetuos ordenados, incapaces de olfatear a su alrededor esa terrible y bella angustia. Sus nalgas ya no conocen la barra de la mala muerte, el sillón del transporte público, el colmadón donde el hombre de a pie vomita frases de una genialidad envidiable. Se han adherido a la piel suave y mullida de la yipeta o el vehículo último modelo. No hay quien los haga caminar una cuadra a pie, se han convertido en los modernos trashumantes del sistema moderno de transportación que llena los egos, han preferido también incorporarse a la seguridad que da el mall o los espacios públicos. Cuestión de buscar la seguridad, de allanar la existencia y pensar que hay un lugar donde la mano de la delincuencia no alcanza, donde la ratería de poca monta no le roce lo más mínimo.
Es más fácil sacarse el premio gordo de la lotería que encontrarse con uno de nuestros más connotados o destacados poetas. Caminar les hace recordar cuando erran desarrapados sociales. Los de una camada que conozco, por ejemplo, los de los ochenta, y de quienes me siento terriblemente más cercano en sentido generacional no escriturales, son ya aedas que te miran por encima del hombro, y cuya petulancia se ve a leguas.
¿Cuál ha sido el resultado de esta desconexión de nuestros poetas con la ciudad, de este desfase de quienes están dados a escribir el pulso y la angustia de sus habitantes, o las impresiones que ésta deja?
Bueno, el resultado ha sido paupérrimo, a juzgar por las obras que de muchos de ellos he leído. Publican libros de poemas por publicar. En sus versos no hay sangre. En los poemas que dicen así llamarse, porque en las tapas así lo consignan como en los prólogos laudatorios, no encuentro palpitación y vida. Es la pura intelección destilando estolideces. Es la pura palabrería apropiándose de la página en blanco, mientras uno espera el encuentro con una poesía hecha con sensibilidad, ingenio, inteligencia.
Pero es pedir mucho. Más preocupados están los poetas por sobrevivir en el cargo, por seguir la ruta de los triunfadores o buscar el pan de cada día o el lujo por el buen trago de cada noche, que por sentarse a escribir una obra con seriedad.
Muchos de ellos están cómodos, quizás experimentan algún tipo de orgasmo cuando se desplazan en el vehículo con acondicionador de aire o cuando reciben el pago mensual por su laboreo infructuoso, pero esto a costa de producir una obra que no permanecerá en el tiempo, que es pobre en todo el sentido de la palabra.
Al poeta no lo hace ni la yipeta, ni el cargo ni la pose. Quién no camina no conoce las calles, es un verso del buen poeta Amable Mejía, y quien vive para las miserias y una vida ficticia apenas alcanza a hacer poemas miserables.
A nuestra literatura le hace falta carne. Algunos escritores de la nueva y vieja generación, sí han mostrado talento y sintonía con lo nuevo y la angustia que la ciudad crea para entonces llegar hasta su esqueleto. Hay ciertos textos que llaman la atención y provocan, como los de Amable Mejía, José Angel Bratini, Frank Báez, que sí sangre han mostrado para la lidia que hoy se vive, y para los que la ciudad es un idóneo motivo para encontrar cosas y encontrarse. En torno a ellos, volveré….