El sistema socioeconómico dominicano ha sido afectado desde siempre por diferentes déficits (fiscal, energía eléctrica, hídricos), entre otros, cuyos efectos provocan heridas lacerantes en el tejido existencial de las comunidades.
Estos déficits se reflejan en la cotidianidad de las personas a través de la carencia de infraestructuras adecuadas, limitadas ofertas de servicios públicos esenciales que, a lo largo de décadas, han moldeado la manera en que las ciudades y pueblos sobreviven. Condicionando la oportunidad de movilidad social, el acceso a la alimentación, la salud, la educación y otros derechos básicos, y reducir la posibilidad a los más vulnerables para construir un futuro con igualdad de oportunidades.
La persistencia de estas carencias genera un sentimiento colectivo marcado por la resistencia y la creatividad frente a las adversidades. Cada barrio, cada comunidad rural lleva inscrita en sus calles y en sus relatos familiares, la historia de cómo se han enfrentado al desabastecimiento de agua, deficiencia energética y la precariedad en la gestión de residuos sólidos.
Así, el déficit no es solo un dato cuantificable; es una experiencia que configura identidades y movimientos sociales que, demanda respuestas integrales y políticas publica con visión de equidad y sostenibilidad.
La cultura dominicana, forjada en medio de carencias, se expresa en la solidaridad de los vecino en las iniciativas constantes para reivindicar espacios y recursos.
El déficit, entonces, no solo deja marcas profundas en la infraestructura y los servicios, sino que impulsa también la toma de decisiones locales que, desafían los límites impuestos por la exclusión. Esto se percibe desde la fundación de comités de agua hasta brigadas culturales; la respuesta comunitaria se ha transformado en una herramienta fundamental para resistir y avanzar.
Sin embargo, esas luchas también enfrentan obstáculos: la burocracia, el clientelismo y la falta de continuidad en los proyectos gubernamentales suelen frenar los avances, perpetuando el circulo de la desigualdad. Por eso, resulta imprescindible que las políticas públicas no solo atiendan lo urgente, sino que apuesten por una visión a largo plazo, que incluya la voz de las comunidades en cada etapa del proceso.
Es necesario fomentar modelos de desarrollo que respeten las particularidades de cada región y promuevan el liderazgo comunitario. Así lograremos que las cicatrices del déficit se conviertan en testimonios de resiliencia y en semillas de un futuro más justo para las próximas generaciones.