Urgido por la temporada navideña que pone a uno a pensar en el pasado reciente, he decidido referirme a las tradiciones y hábitos en la sociedad dominicana, rutinas que durante mucho tiempo representaron parte de nuestro mundo atávico; y es que como asegura el insigne escritor ruso Fiódor Dostoyevski: «Nada hay más bello y que fortalezca más en la vida que un recuerdo puro».
Mas, por ser sociólogo por elección y periodista por pasión, me entusiasman estos temas. Narraré a vuela pluma algunas costumbres del pueblo dominicano, pues como bien señala Marcio Veloz Maggiolo en Uña y Carne: «El pasado no muere, porque es el presente diferido», y yo le agrego que lo remoto es como el mangle, que aún mueran sus partes, él sobrevive y se desarrolla.
Uno de los textos más ricos en la cotidianidad dominicana es El Pueblo Dominicano, 1850-1900, de Harry Hoetink. Este autor dice que en el campo se solía llamar al hijo natural «hijo del mundo», y al hijo legítimo «hijo de bendición».
El cordón umbilical de un recién nacido era guardado y entregado por su madre cuando la persona cumplía 7 años de edad. Antes del nacimiento, ya se habían escogido los padrinos de bautismo, selección que se hacía entre los más «acomodados». Los lazos del compadrazgo eran extremadamente rígidos e inexpugnables.
La mortalidad infantil para finales de siglo XIX era grande, y se celebraban los baquiní, que eran entierros de infantes en donde «se chupaba alcohol ilimitadamente», y las criaturas eran embalsamadas, y hasta orquestas acompañaban al diminuto difunto al momento en que éste «se dirigía a morar a la mansión de los bienaventurados».
El machismo era la tónica dominante en toda relación para esa época, y las muchachas no tenían libertades.