Hay infinitos carnavales en la no menos infinita conciencia colectiva. Enmascararse es aspirar a un ejercicio de ruptura, es trastocar el clima cotidiano y es derribar uno que otro filamento de la realidad. El tedio siempre será un pésimo consejero de la razón y el buen vivir. El molde en que nace una máscara es el barro primordial en el que acaso vio la existencia el primer hombre sobre la tierra.
La máscara es al hombre lo que la noche al amanecer cotidiano. Es éste un ocultamiento de intenciones inverosímiles desdibujadas en la coloración y el sobresalto. Todo carnaval se sostiene en un enmascaramiento evidente o subliminal. No hay un elemento definitivo para ingresar al mundo burlesco de la informalidad
El almidón, el barro que en otros momentos formales despreciamos es la sustancia seminal del jolgorio. Pintarse para la acción es recrear un estado emocional y evidenciar una intención triste o risueña.
Después de esas operaciones del ingenio la creación se convertirá en el lechón indispensable que habrá de ser la burla y el escarnio de unos niños y el susto elemental de otros.
Ahí se adiciona el papel vejiga, el crepé, los cachos intimidantes y sombríos, símbolos de lo terrible y lo espantoso que, sin embargo, cesa oportunamente y vuelve a la modestia del anochecer.
No hay un carnaval sino una multitud de ellos, una befa multiplicada por la suma sus procedimientos utilitarios.
Una alegoría que se sustancia en la emoción efímera del pueblo.
En un momento de incandescencia callejera te puedes convertir en una monstruosidad, y en otro develarte como una doncella desprotegida.
Puedes llegar a ser lo que siempre intentaste soñar.
Tomarse unos higüeros y situarlos en la cabeza y luego forrarse con hojas de plátanos es lo rutinario en Cotuí.
Agarrar unas hojas de papel maché para ver el nacimiento de una criatura de pura tierra envuelta en papel de traza, previo golpe de almidón no es anejo a la practicidad de la gente vegana, puertoplateña, santiaguense, montecristeña, barahonera, mocana, macorisana y de Bonao.
No hay pueblo que no aspire a tener el mejor carnaval.
El arte creativo se halla situado por encima del gasto suntuoso y el despliegue de recursos que no siempre están a la mejor distancia del bolsillo a la mano.
Cualquier elemento ejerce una poderosa atracción de la desfigurada criatura que se alza en la vía pública en procura de llamar la atención.
Esta carnestolenda previa a las fiestas religiosas siempre ha ejercido una fuerza de cierta rebeldía ante la simétrica imponente de la formalidad
Nación con una finalidad patriótica y siguió una línea de emergencia restauradora, callejera, trastornadora del esquema tradicional, apoyo puntual del esfuerzo independentista y vena primordial de la identidad nacional.
Ahí el diablo se caricaturiza y se trastoca en alegría opuesta a la imagen terrible del tentador.
Cada estampa ejercita una particularidad, cada personaje es una forma individual del sentimiento humano.
No hay recurso desechable, no hay un momento que no dependa del espíritu creador,
No hay pueblo sin la imaginación suficiente para exorcisar la tristeza.
En un momento dado todo tiende a la originalidad y al desborde de la plasticidad creadora.
Robalagallina, Nicolás Dendén,, El Papelón, Los Indios,
Los Galleros constituyen la estela monumentalista de la fiesta lechonera de Santiago.
El barrio es una constelación de cuidadosa papelería ritual. El vejigazo sobre la espalda saluda la íntima celebración que es asimismo abierta y participativa.

