La integración de las “altas cortes” por el calculado designio de Leonel Fernández Reyna conllevó la generalizada suspicacia de que por lo menos la mayoría de sus miembros debía ejercer sus funciones favoreciendo el peculado, la impunidad, el ejercicio político burlón de la Constitución y las leyes, la práctica del clientelismo más vulgar, la compra de conciencias, el patrocinio del voto subastado, el transfuguismo.
La corta existencia de esas instituciones no ha sido óbice para que todas esas expectativas, implícitas o explícitas, cuenten, ya hoy día, con una jurisprudencia cumplidora. Vale decir, las llamadas “altas cortes” han estado exhibiendo una jurispericia muy particular en la historia de lo constitucional, las leyes ordinarias, lo político y lo humanitario.
La última de esa inclinada juridicidad la acaba de evacuar__acéptese esta última palabra en la más oportuna de sus acepciones __el Tribunal Constitucional. Las conclusiones de la sentencia del Tribunal Constitucional a propósito del recurso de revisión de amparo interpuesto por la señora Juliana Deguis Pierre ante esa “alta corte” es un arquetipo de esa jurispericia. Además, entre líneas, en ella se escapan y traslucen no pocas taras ideológicas heredadas de la colonia y reinterpretadas en una dimensión en la que se barrunta xenofobia y racismo selectivos.
La frase central de ese inusitado fallo es de tal menosprecio a una justa y legal interpretación de las normas constitucionales y está impregnada de una intencionalidad negativa tan directa y tan manifiesta, que deberá ser recordada como ejemplo de los más arraigados, aunque paradójicos, prejuicios: “…la recurrente señora, Juliana Deguis Pierre, si bien nació en territorio nacional, es hija de ciudadanos extranjeros en tránsito, lo cual la priva del derecho al otorgamiento de la nacionalidad dominicana, de acuerdo con la norma prescrita por el artículo 11.1 de la Constitución de la República promulgada el veintinueve (29) de noviembre de mil novecientos sesenta y seis (1966), vigente en la fecha de su nacimiento”.
Aunque hecha de manera apocada, sin citar textualmente el Artículo mencionado y sin señalar la palabra “tránsito”, la mayoría de los jueces basó su sentencia en el texto de la Constitución de 1966, el cual expresa que son dominicanos: “Todas las personas que nacieren en el territorio de la República con excepción de los hijos legítimos de los extranjeros residentes en el país en representación diplomática o los que están en tránsito en él”. ¿Fue de tránsito que fueron traídos o llegaron a República Dominicana desde las primeras décadas del siglo XX los haitianos a los ingenios azucareros? ¿Es transeúnte el que llega para quedarse trabajando, alojado en bateyes que le facilitaban su voluntad de permanencia? ¿De tránsito con todo y tener una familia inmersa en la cotidianidad dominicana y en la aculturación a la dominicana? ¿Tránsito? ¿Lo cree en verdad la mayoría de los miembros de esa corte? ¿Lo cree su Presidente? ¿Acaso desconocen la definición del transeúnte, es decir de la persona que está de tránsito, explicitada de manera categórica por el Reglamento de migración de 1939: “Sección 5ta.-Transeunte: A los extranjeros que traten de entrar en la República con el propósito principal de proseguir a través del país con destino al exterior se les concederá privilegios de transeúnte” Y agrega dicho Reglamenteo: “Un período de 10 días se considerará ordinariamente suficiente para poder pasar a través de la República”.
¿De tránsito los haitianos que desde hace 10, 20, 30, 40, 50 y más años viven en el país y han procreado sus hijos en territorio dominicano?
Estamos convencidos de que la única manera de respetar nuestra nacionalidad y de ser nacionalista en el buen sentido de la soberanía y de los valores patrióticos es defendiendo la verdad, siendo fiel a las normas constitucionales, profesando con sinceridad el principio de la igualdad de todos los seres humanos, sin tomar en cuenta el origen racial, las creencias religiosas, la filiación política, la situación social o económica.
Ahora bien, en el marco de esa ignominiosa sentencia afloran, como verdades impolutas, dos votos disidentes: el de las Magistradas Isabel Bonilla Hernández y Katia Miguelina Jiménez Martínez, ejemplos ambos de fidelidad a la Constitución, a la ley, a los principios, a los derechos humanos. Votos disidentes motivados de manera minuciosa, sabia, documentada, contrastantes con la banalidad del fallo del Tribunal Constitucional.
La soberanía de un pueblo se fundamenta y se estructura democráticamente en el Estado de Derecho. No se puede argumentar la soberanía en materia de nacionalidad violentando lo que la Constitución de 1966 establecía como expresión de la voluntad soberana. Como en muchas otras materias, el Estado es soberano no sólo en la reglamentación de la nacionalidad, sino en todos los aspectos necesarios a la gobernabilidad, pero una vez vigentes y definidas las leyes que regulan una determinada situación es obligatorio e imperioso para todos, incluyendo los poderes de Estado, respetarlas. Las leyes las hace el pueblo a través de su soberanía delegada al Congreso Nacional. Nadie debe entonces violentarlas porque es mofarse de la soberanía, hacer burla de quien la encarna y la sustancia: el pueblo dominicano.
Dando continuidad a una tradición constitucional nuestra y a un principio universal de derecho el Artículo 110 de la Carta Magna vigente subraya de forma tajante: “En ningún caso los poderes públicos o la ley podrán afectar o alterar la seguridad jurídica derivada de situaciones establecidas conforme a una legislación anterior”. Léase bien, “En ningún caso…”.
PO: HUGO TOLENTINO DIPP