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El individuo frente a un Estado insensible

El individuo frente a un  Estado insensible

Hará ya varios meses que un policía me confesó que si cierta gente no protestara tanto, él a esos que viven delinquiendo en los barrios, les daría “para abajo” sin que le temblara el pulso.

Me estremecí cuando escuché a ese joven agente con la cara más normal asegurar que estaría dispuesto a despacharse a cualquiera sin que le remordiera la conciencia. Como si el asunto se tratara de matar un pollo dándole un fuerte golpe en eso que cuando muchachos llamábamos el espinazo.

De esa experiencia para acá escuchaba con grima a quienes apoyaban los llamados intercambios de disparos. Ese policía que un día mata a un joven porque es delincuente, saltándose todos los procedimientos judiciales y pruritos humanos, es el mismo que con cara apacible nos detiene cualquier noche para hacer una rutina de inspección o pedirnos algunos papeles. Y nosotros lo sabemos, y lo tratamos con una naturalidad que asusta y espanta. Es el asesino con placa, es el monstruo vestido de civilidad falsa.

Traigo este tema a colación por el caso que ha estremecido recientemente la conciencia humana y que ha provocado innumerables comentarios y reflexiones: el caso de Emely Peguero, asesinada de la manera más siniestra. Asesinatos de ese tipo siempre ha habido, asesinos notorios siempre han presentado la cara más oscura de la naturaleza humana. Eso no me extraña.

Lo que debe llamar a la atención es cómo responde la sociedad ante el crimen, no ante el criminal. El criminal tiene una cara cambiante, la respuesta ante el hecho debe tener una respuesta precisa, contundente.

Las sociedades desarrolladas tienen sus formas para responder ante los monstruos y sus obras. Y no precisamente es con monstruosidades. A un condenado a muerte en Estados Unidos, primero se le prueba el hecho, y luego pasa por un largo corredor de situaciones y marañas judiciales, para finalmente terminar en la cama donde dejará el último aliento.

En el país la mecánica del Estado ante el crimen es clara, y el hecho ha sido siniestramente consistente: Mientras que el delito de cuello blanco se permite aunque socave las estructuras más profundas de la sociedad, el delito de poca monta, se aborrece, se combate con una rabia rufianesca.

Un hábeas corpus, un no ha lugar, una oscura componenda le permite a un individuo que ha desfalcado al Estado con miles o decenas de millones salir por la puerta grande, y a un ratero que se juega la vida y la carne en un atraco, está condenado a recibir una lluvia de balas o una larga condena en una triste mazmorra como La Victoria donde van quienes no tienen apellido, poder político o dinero para comprar a una envilecida justicia, a unos togados cuyas insignias no resisten más lodo.

Desde cualquier ángulo que se vea el crimen perpetrado contra la adolescente Emelyn Peguero estremece. Mirando su foto –donde aparece sonriente y con un color de tez iluminador que sólo la juventud proporciona- adornada por un llamativo marco, a uno, viendo las circunstancias y los antecedentes, no le queda más que reflexionar que su vida siempre estuvo enmarcada por hechos paradójicos: embarazada a los diez y seis años y asesinada por un novio con cara de orate y una suegra, encumbrada en la soberbia y el poder político.

Thomas de Quincey escribió “Del Asesinato considerado como una de las bellas artes, y aportó a la humanidad uno de los textos más interesantes en este sentido. Abordaba el hecho como una de las formas artísticas que el perpetrador del hecho abraza. En cambio, para un escritor como Edgar Allan Poe, el crimen es un hecho al que su naturaleza escrutadora siempre trataba de desentrañar. El caso de Emely presenta fealdades terribles.

Lo interesante de todo es el aspaviento y el sentimentalismo barato que surge cuando matan a una chica como Emely. En el país todos los días caen mujeres, jóvenes y hombres en oprobiosos intercambios de disparos sin que ya los medios de comunicación vean estos hechos como algo anormal.

El país se ha hecho insensible. La muerte de Emely sólo provoca un leve rasguño en la gruesa epidermis nuestra. La indiferencia es la carta de presentación de la sociedad y el Estado que la representa.

Un día sucede que nos cae un cadáver cerca. Un día sucede que es a un familiar o un conocido al que le ha tocado la lotería oscura del mundo del crimen. Entonces descubrimos el hecho de la violencia y nos vemos abocado a alzar la voz en un desierto social en el que ya las autoridades más elevadas no escuchan y que ya ataviadas de la ataraxia más caprichosa nos miran desde arriba.

La sociedad necesita sacudirse. Emely no es el punto de inflexión y reflexión, aunque debería serlo. No es que nos ha ganado la violencia, es la insensibilidad la que se ha enseñoreado sobre nosotros. Ese es el mayor peligro.
El autor es escritor y periodista.

El Nacional

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