Opinión

El nefasto nepotismo

El nefasto nepotismo

Namphi Rodríguez

La decisión del presidente Danilo Medina de señalar a su hermana, Lucía Medina, para la presidencia de la Cámara de Diputados constituye un nefasto precedente que podría acentuar el nepotismo y deteriorar aún más nuestra endeble institucionalidad.
Arrasar en elecciones, ganar popularidad o ser el epicentro del clamor de masas de hambrientos y macilentos que venden su voto por un mendrugo de pan, no significa una patente de corso para hacer trizas el artículo 102 de la Constitución que sanciona el nepotismo en la vida pública.

Las decisiones de un gobernante pasan por el tamiz de la legalidad constitucional; es decir, sus actos, están sujetos al procedimiento y las formalidades que establece la Carta Política para su legitimación democrática.

No es necesario enredarnos en entuertos bizantinos sobre la interpretación de la Ley de Función Pública o del Código Civil para determinar el grado de filiación que configura el nepotismo, la presencia de un pariente tan cercano del Presidente de la República en la dirección del Poder Legislativo nos remite a etapas ya superadas de nuestra historia.

Rafael Leonidas Trujillo fue amo y señor de esta media isla. Sus hermanos Héctor y Petán, sus hijos Ranfis, Radhamés, Angelita, su esposa María Martínez y una larga ralea de familiares y esbirros de la misma laya iban y venían en los puestos del Estado al antojo y capricho del todopoderoso sátrapa.

Esa era una práctica que distaba de su predecesor, don Horacio Vásquez, y su consorte, doña Trina De Moya, quienes vivieron una existencia admirable siempre distanciando su vida familiar de los avatares de la política.

Juan Bosch, prócer de las letras y fundador del PLD, se hizo tributario de una estirpe de hombres públicos que supo separar la vida familiar de la política.

Fernando Beláunde Terry, Rómulo Gallegos y José Figueres fueron sus coetáneos, compañeros de sueños, y como él, supieron inocularse para no padecer esa enfermedad del autoritarismo rapaz latinoamericano.

Trujillo, Pérez Jiménez, Perón, y ahora Fidel y Raúl Castro, Daniel Ortega, Cristina Fernández y Nicolás Maduro, son líderes autocráticos que representan la antítesis de ese perfil de políticos que creían en la alternabilidad democrática.

Si no se define una ética de la política, los gobernantes corren el riesgo de caer en los contornos mágico-realistas de Francois Duvalier (Papa Doc), quien creó en la Constitución haitiana una presidencia hereditaria que a su muerte legó el poder a un mozalbete de 17 años que lo único que sabía hacer era beber “tafiá”, parrandear y asesinar personas.

Alejo Campentier retrató con singular barroquismo en el Reino de Este Mundo los devaneos principescos de nuestra clase política y Gabriel García Márquez, en Cien Años de Soledad, creó un Macondo que es una vívida imagen de nuestra hiperbólica vida institucional.

El Nacional

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