Desde el inicio mismo de la historia y aún antes, las faldas y los uniformes, aunque hay otros dramas no menos sustantivos, coaligados, han sido el vórtice de innumerables tormentas y relaciones borrascosas.
Aunque el mítico Adán, colocado en parecida condición desnuda con su tentadora pareja, no sintió la necesidad de llevar ninguno, ni siquiera de hojas de plátano, ahí en el no menos fantástico paraíso ya comenzaban a gestarse los conflictos macho-hembra.
(El paraíso, bien visto el caso, examinado el símbolo del que se halla poblada la Biblia, no es más que la infancia de cada quien, su era de alegre inocencia. Lo demás es especulación, ritual y fragancia religiosa).
Ya se sabe que hasta la poderosa zarina de Rusia, Catalina, la Grande, se entretenía tiernamente con el enigmático y carismático monje Rasputín, que le sanó a un hijo.
Estas relaciones, finalmente conocidas del zar decidieron el destino trágico del monje, que tiene en el país a sus émulos no menos poderosos.
La idea de que la mujer del César debe ser no sólo honesta sino parecerlo también, se ha distendido bastante.
Es en el poder que está definitivamente atado (ocasionalmente) a la relación mujer-uniforme, Eros y otras expresiones de la vida y de la fuerza, donde se debaten todos los encantamientos y los embarazos de la vida social, política, militar, religiosa y demás avenencias y desavenencias.
No hay momento de la historia en que esos correlatos no fluyan ardientemente en el horizonte de acontecimientos.
¿Quién puede discernir la presencia de Napoleón en la historia sino la ata poderosamente a la vida de una tal Josefina (de quien se dice que lo engañó alguna vez) que era su locura y el motivo fundamental de la mayoría de sus aventuras.
Poder y mujer se hallan imbricados de un modo imprescindible.
De ahí que los acontecimientos estelares del mundo corran por esos desfiladeros imponderables.
Una escuela sicológica postula que incluso todos los espectáculos, todas las payasadas, todas las piruetas, las aventuras locas y todas las tragedias que crea el sentimiento masculino tienen su epicentro en el interés de llamar la atención de ese ser que no parece tan creador, a simple vista, de tanto espectáculo íntimo y sentimental.
Nos hicieron sus esclavos y nos gustan sus cadenas, declara una composición popular.
Nada sería la historia de las conquistas, de las pesadillas de pueblos enteros, del arte, de la vida misma, sin la mujer, símbolo de regeneración y productoras de guerras y lances inmemoriales.
Más grave aún es que esa relación mujer-poder no va a ceder sus primeras líneas en el decurso de los siglos del porvenir.
Seguirán ellas decidiendo los acontecimientos pase lo que pase y digan lo que digan.
Seguirán cayendo estrellas y rodando uniformes y reputaciones por el suelo.
Y ellas tan frescas como talvez lo estuvo en su fresco jardín la primera mujer.
UN APUNTE
Los hechos
La debilidad del hombre frente a la mujer ha sido razón, más de una vez, de conflictos bélicos y de importantes acontecimientos de la historia humana

