Reportajes

Expresiones religiosas conspiran contra el espíritu, y la razón del ser humano

Expresiones religiosas conspiran contra el espíritu, y la razón del ser humano

La vida espiritual verdadera es pacifista, expansiva, creativa y sanamente gozosa.

Su batalla más importante y difícil es la que deben librar los individuos contra el apego exacerbado a bienes que en definitiva se quedan en la tierra.

Casi todo es tocable, maleable, disfrutable y mensurable pero nada es transportable hasta la pretendida eternidad.

Cuando -como ha decidido la historia- las religiones adquieren algún poder político, se convierten sus gerentes celestiales en ofertantes tiránicos irrespirables a través de unos fundamentalismos siniestros y sangrientos.

Esa ha sido en tiempos históricos la gestación de plomizas determinaciones incendiarias, precursoras de guerras y conflictos que parecen eternos.

Ha habido asimismo sus guerras territoriales, (en la Edad del oscurantismo, en todo el Medioevo, con cisma y todo) sus  conflictos fratricidas (en Irlanda), sus crisis internas, (ahora en Israel), con la responsabilidad en manos de la “ultra ortodoxia” y de los fundamentalismos.

De más en más da la impresión de que las religiones, muchas de ellas, constituyen, potencialmente, una conspiración  cerrada contra la verdadera espiritualidad.

En gran medida han distorsionado, contaminado y subvertido negativamente el mensaje original de aquellos en cuyo nombre se erigieron como confesiones con pretensiones universales.

En gran medida este mensaje era de paz, no de exterminio violento, recurso que siempre ha estado en manos de los procesos de la Naturaleza.

Sus escrituras, consideradas sagradas por sus adeptos, millones de ellos a nivel planetario, ha sido  un canto a la armonía y a la vida sana, cuando lo han requerido las circunstancias.

El extremismo presuntamente religioso iraní y el de los judíos ortodoxos en Israel, ahora envalentonados porque se les teme y no son tocados por el Estado y sus fuerzas siempre dispuestas a la batalla contra sus vecinos, sostienen su ferocidad en diferencias apenas geográficas.

La rotundidez es la misma en lugares distintos.

Ensañarse contra criaturas inocentes porque su vestuario no coincide con la moda religiosa del momento constituye una vergüenza de dimensiones universales.

Los fanatismos que hunden al mundo de hoy en la ceguera demencial no son una sana respuesta a los conflictos religiosos que tienen ultra ortodoxos consigo mismos y con su conciencia.

Más bien constituyen una patología del alma, un suicidio de la razón, una peligrosa  inclinación a atemorizar y a hacer del extremismo un estilo de vida horrible e irresponsable.

Los seres humanos, en su irregular evolución, tienen que aprender a la convivencia pacífica con un riguroso respeto por las diferencias culturales y de puntos de vista de cada quien.

Nadie es dueño  del espacio de nadie y menos basándose en criterios religiosos cada vez más sombríos, etéreos, inaplicables e inaceptables.

Resulta cómodo adherirse a una confesión religiosa para agredir, para imponer una voluntad dogmática, para medrar, para obtener poder excluyente, privilegiado.

Esa es una forma excelente de decorar un cielo que de existir lo más decente es que se le negara a los corsarios y filibusteros (¿o filis embusteros?) de la credulidad humana, tan recurrente ante el miedo a lo desconocido, ante el terror por los castigos que tan productivos han sido para una cierta élite a través de los siglos.

El Nacional

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