(A Monseñor Euribíades Concepción Reynoso, buscador insaciable de la luz. In Memoriam)
Señor, me has dado gotas de miel, apartando de mí el vinagre espeso; me has dado frescos y claros arroyos donde saciar la sed. Pero te pido que me abras más, mucho más tu aliento, y como un simple reintento, acomodes mi vida allí donde los huracanes no invaden la espesura del bosque y las agonías cesan sus pisadas.
Dime, Señor, ¿qué debo hacer? Explícamelo como lo ordenas al sol en cada aurora para despejar las sombras, y como lo expresas en la maravillosa figuración del arcoíris.
¡Estoy tan cansado, Señor! ¡Estoy tan ahíto de los hipócritas gritos revestidos, de las algarabías camufladas, de las historias repetidas, y las orladas calumnias, que hasta podría dormirme sobre el céfiro esperando remontarme en el tren del destino!
Este cansancio podría extrañarte, ¡Oh, Señor!, pero lo he comprado en la última oferta esgrimida, en la gran venta pública de almas; precisamente allí donde la locución abate al signo y lo trastrueca; precisamente allí, donde la música rebota entre los tímpanos y cimbrea la razón, quebrándola y demoliéndola como cuarzo tostado.
Perdona, Señor, este cansancio de vida, este cansancio de buscar lo errante como el guerrillero abatido en la quebrada, donde la muerte purifica la piedra. Perdóname, Señor, porque sí supe lo que hacía sin jamás dudar de tu misericordia.
Estoy abierto a ti, Señor: mírame, ¿no parezco acaso el arrepentimiento puro, un trueque perdido en el mar, un dardo tirado al corazón?
¡Acógeme, Señor, entre el sudario y tu primera y segunda heridas; entre la más afilada de aquellas espinas que hirieron tu frente y abrieron mi dolor! Y desde la noción de este sufrimiento, remóntame en el vuelo de la penitencia.
¡Ah, Señor, cuán apacible, cuán resplandeciente es el goce de saberme amado, permaneciendo en tu vibrante aura!