Es difícil decidir cuál país europeo es más bello. En mi listado Francia, Italia y España, en ese orden, luego Alemania y desde luego Polonia.
Lo que encanta de Francia es su campiña, donde la gente simple cultiva sus viñedos y hace fabulosas comilonas, donde se conversa, toma mucho vino y come muy bien.
El parisino generalmente es insoportable. Parece asociar la aristocracia con la antipatía o la falta de generosidad. Es snob y tacaño, pero el del interior es cálido, y si desciende de luchadores contra el fascismo, es de una hermandad inmediata.
En un campo de Francia me pareció ver el rostro de Jesucristo, y sentí que estaba en tierra bendecida, por lo menos en la de Juana de Arco, y la del poeta Ronsard.
Confieso que de Rimbaud solo me interesó su precocidad. No me apasionan l@s poetas que son malas personas y a él le decían “el malo”en los países por donde traficó esclavos y todo tipo de mercancía.
Tampoco me interesó Claudel, poeta que encerró a su hermana Camille Pizarro, para que no le avergonzara con sus reclamos a Rodin, escultor que copió de ella tantas genialidades y la usó sexual y creativamente.
Esto no significa que no haya escritores maravillosos en Francia, Simone de Bouvoir, ¡claro! Y entre los cristianos, Gabriel Marcel y Theilard de Chardin, ambos fundamentales en la rigurosa formación católica de mi adolescencia.
Empero, Francia, como todos los países europeos, esconde detrás de tanta belleza el horror de las guerras coloniales, con las que financió sus suntuosos puentes, la terrible hermosura de sus ciudades, una crisis entre la estética y la conciencia. Los diamantes de las coronas de la realeza europea son de sangre.
Que Francia y estos países hayan tenido un pasado colonial, de esclavitud y acumulación primaria de capital, es un hecho histórico e incambiable, pero que en 2015 persistan en ese rol, bombardeando a Siria, para no mencionar a Irak, Libia y Afganistán, ya es imposible, porque el mundo se ha globalizado.
Mientras los parisinos se tomaban tranquilamente un café o copa de vino, su gobierno bombardeaba los campos de Siria y la humanidad se horrorizaba con las imágenes de mujeres enterrando a sus niños. Por eso no hay diferencia entre el terrorismo de los aviones y el de ocho jóvenes que se autoinmolaron gritando ¡Su gobierno tiene la culpa por invadir a Siria!
La masacre de 160 franceses reafirma lo que sabemos: No hay fronteras seguras y si queremos parar esta debacle, donde las víctimas principales son los ciudadanos comunes, las mujeres y la niñez, hay que levantarse contra el guerrerismo de los gobiernos y la industria armamentista y decir ¡Basta!